lunes, 31 de octubre de 2011

Gobierno de hombres o de leyes

David De los Reyes




La condición de los políticos en los países en vías de desarrollo no ha cambiado mucho respecto al siglo pasado. Dictadores con golpes bajo la manga, presidentes que  han sido elegidos prácticamente para siempre  manejando el sistema de votación,  tiranías que han usurpado el poder manipulando a las mayorías,  jefes de Estado que han heredado   el mando por vía familiar, son algunas de las formas de  gobiernos que se establecieron ya antes, pero siguen manteniéndose en estos países.  Son   aquellos gobierno que ya los griegos llamaron como gobiernos de hombres, los cuales se contraponían al régimen constitucional republicano,  el cual se distingue por ser un gobierno de leyes. ¿Hombres o leyes?  Para la mentalidad de las masas ignorantes del presente, junto a un fanatismo religioso-ideológico a cuestas, poco están dadas para aceptar, acatar y hasta comprender un gobierno o un estado que proceda mediante un mandato legal, un ejercicio ecuánime de encaminar la dirección y el sentido del orden público y político mediante el instrumento de las leyes; la incapacidad de la abstracción les impide manejarse en un orden que procede de palabras invisibles, que no se ven, pero que dan orden y forma a una sociedad.
Para nuestro mundo habitado  por unas mayorías informadas por el permanente ruido de los medios de comunicación, más que formadas para emitir un juicio autónomo de su situación política, podemos prever su elección por el mandato de un hombre por encima de ellas, donde la condición de un führer, un jefe, un líder, un duce, un caudillo, en gendarme necesario  es el modelo perfecto, algo más concreto y  significativo que el cumplir, conocer y comprender leyes, es decir, el saberse limitar sus acciones por la norma pautada por el bien colectivo a construir. La legalidad se encuentra  puesta de lado. El poder lo ejercerá el hombre embriagado de poder que, a su vez, embriagará a las masas, dándoles  dirección  y sentido a sus vidas mediante promesas que pueden ser cumplidas a medias u olvidadas para siempre si  viene  el caso. Las masas les gusta ver un fabuloso disneilandia, igual que el burro observa adelante la zanahoria. El político hegemónico viene a sostener inflados los pechos de la emoción mayoritaria creando las patologías  de los odios y las diferencias  entre los habitantes de  un estado, propiciando un régimen de violencia e inseguridad permanente, caldo de cultivo para tener control y justificar represión de forma continua por las calles.
Pero pareciera que  si para los países de Suramérica o de África sus condiciones políticas están  referida a lo dicho, (véase el caso de Cuba,  Namibia, Venezuela, etc.), no pareciera ser para países  que están en torno al eje árabe, como han mostrado, hace poco, los hechos sucedidos en el medio oriente: Siria, Egipto o Libia. Este último país es un ejemplo  perfecto de revolución (o involución, pudiéramos decir), tiránica, es decir, aquella ejercida por un militar investido con poderes absolutos por encima de cualquier constitución, reduciendo su mandato en función de sus intereses propios. Así un militar que pretendió llevar a cabo una revolución de librito (el Libro Verde circuló por muchas partes y ambientes políticos de izquierda en Suramérica), que triunfó contra un régimen de opresión, al cabo de unos años se convierte en otro igual, en un régimen de opresión, tanto para los que  simpatizan con el nuevo mecenas político –y que dicen que viven bien- como para los que no –que dicen que viven  bajo una tiranía.  La caída de un tirano como Kadafi, vista su muerte a través de las imágenes amarillistas de la prensa internacional,  muestra  que el mundo se sigue moviendo. Y no hay régimen que dure cien años, (aunque el de  Fidel Castro lleve más de cincuenta años en la escena tropical y, gracias a ser una isla y controlar medios de comunicación, movilidad personal, producción económica, junto a una notable represión familiar,  seguir con un alucinado e impopular ejercicio del poder).
Los países en la era de la globalización se ven afectados por los cambios que se van operando en torno a y dentro de ellos, por esa fuerza cultural, científica y económica que, como diría uno de sus profetas del siglo XIX, no deja nada intacto (Marx). Todo lo que toca a su paso, para bien o para mal, se transforma y nos lleva a  convivir bajo una sensación de interdependencia  mutua global. Interdependencia  desde los niveles más bajos de la cotidiana individualidad  hasta de la convivencia  compartida entre pueblos con diferencias culturales.  Sin embargo nos causa cierta perspicacia su dinámica. No sé qué efecto pueda tener para contrarrestar la constante  fatalidad de los gobiernos de hombres y no de leyes. Observamos que  a veces más que ser un obstáculo la globalización para  su sostenimiento, es una condición para perpetuar esa manifestación nefasta  para los hombres y pueblos evolucionados políticamente.  La globalización no tiene muy en cuenta la política, sólo se detiene ante el flujo económico de productos y capitales; observa la política mientras sea proclive para sus intereses. Por ello muchas veces las ganancias externas e internacionales son el instrumento de apuntalar los regímenes nacionales que aspiran a permanecer sin alternancia en el poder. Sin embargo, como bien ha dicho los ejemplos de la historia, pueblo en hambre no permanece tranquilo, y si a ello se le añade la supresión de las libertades, la reducción de la capacidad para generar riqueza, de un férreo control de movilidad social, y una permanente reducción de la calidad de vida,  lleva a que a los tiranos del momento se les mueva el piso, a pesar de la reducción ilusoria a una pobreza igualitaria para la mayoría que es lo que llaman por igualdad y libertad.  Sin embargo  nuestro horizonte persigue a los gobiernos que se levantan sobre dos botas con cachucha y no sobre el estandarte de unas leyes comunes, ejercidas equitativamente por el pode judicial.
Pensamos que los Kadafis  tiranos existentes de hoy, que han perdido el sentido de las exigencias  y de  la oportunidad de su momento, le quedan pocos días para seguir sometiendo a países que buscan respirar de una vez el aroma de la libertad y obtener un cambio significativo que mejore y dignifique su vida. Lo demás es  ideología política, es decir, religión institucionalizada por otros medios.


lunes, 17 de octubre de 2011



La vida como simulacro
David De los Reyes



Nuestro mundo desde finales del siglo pasado ha cambiado nuestra percepción. No es lo mismo percibir en la realidad una gallina picoteando el piso frente a nosotros que observar la misma acción sobre una pantalla. En ambas percibimos una gallina pero en una estamos en lo que hasta ahora hemos llamado realidad y en la otra, la gallina virtual o mediática, estamos ante un fantasma, o como ha dicho Baudrillard, ante un simulacro.
El simulacro ha llegado a ser lo significativo para nuestras vidas, reemplazando el contacto y la vivencia  perceptual con el orden externo a nosotros, el cual forma lo que hasta ahora fue llamado como naturaleza. Hoy el hombre es naturalmente virtual y virtualmente natural. Naturalmente virtual porque todos los ambientes en que  habitamos está afectados, construidos, constituidos y dirigidos en función del mundo representado por la virtualidad, vivimos bajo el signo de la virtualidad, o de sentir sólo nuestras vidas en la medida en que entramos en relación con la desintegración y reconstrucción de la realidad por medio de la digitalización de todos los órdenes de la vida.
Y a la vez nos encontramos sumergidos en la virtualidad como si fuera ya la condición natural por la que transita y se interrelaciona nuestra vida con los otros. La vida ya no sólo se determina por la ilusión de la conciencia, que potenciaba nuestra imaginación llegando a permanecer en una vida sumergida en el sueño o delirio que nos controlaba, sino por una conciencia habitada y nutrida, habituada y  limitada por la ilusión digital; hoy ya ni los sueños nos pertenecen sino que se lo hemos donado al reino no de la imagen (en tanto metáfora), como diría Lezama Lima, sino al reino del simulacro, de la pantalla.  Conciencias repetidoras de afanes de consumo, de afanes de poder, afanes de anclarse más en una imagen que en la experiencia del ser y en el experimentarse en tanto individuo.
Más que ser sujetos productores de discursos la humanidad está entrando a ser un sujeto  encapsulado en los discursos y sus variaciones: discursos lingüísticos, iconológicos, imagológicos, etc. El discurso nos entretiene y le da sentido a una vida que de lo contrario tendría que enfrentarse con el absurdo y nos llevaría a una asfixia generalizada. Pareciera que la luz de la humanidad comienza no con el alba del día sino con el pase de un interruptor, con la pulsación de una tecla, con el touch sensiblemente digital. Hombre digitales, ha dicho Negroponte a este ser digital por los cuatro costados del planeta.  Aristóteles decía que la condición para darse el encuentro con lo social estaba en la posesión del lenguaje. El lenguaje nos da la estructura de lo social  a partir de su vivencia y captación en nuestras mentes.  El lenguaje de lo virtual nos ha hecho colapsar y someter lo social dentro del reino desterritorializado  de las imágenes a velocidad luz. Nuestra estructura linguística ya no remonta a las palabras o a los conceptos sino a los conceptos traducidos en imágenes que destronan lo social puntual por la pecera global del mundo digital informatizado.
Se tratará de aprenhender a vivir la percepción de lo aparente en tanto condición ontológica imaginaria de vida. Si Nietzsche impulsaba el vitalismo  y el alegre saber (gay saber), contra la vorágine cristiana presentada en las filas de la humanidad occidental,  ahora más que nunca la humanidad occidental está asentada entre la ilusión colectiva perceptual del mundo  en  el cual encontramos siempre en todo discurso presente entre pantallas un resorte interesado  que pulsiona  un batido emocional universal. El urbi et orbi ahora está más presente que nunca. El rebaño ganó la partida y los amos siguen en el poder inútil.
Ya no podemos hablar de un trabajador poseedor de una fuerza de trabajo sino de una fuerza virtual de adaptación, junto a sus cambios y sus vaivenes, dispuestos a los pulsos cambiantes de las tecnologías y de las ganancias de las multinacionales  de la tecnología informática. Y quien no se monte en este tren digital no  llegará  muy lejos, esa es la condición del absurdo  reinando por doquier.
Sin embargo pareciera que nuestras vidas se debatieran en aceptar o no este telar digital en el que, como una invisible telaraña, estaríamos esperando a ser devorados por el monstruo inextricable con fuerzas invisibles.  Sus efectos lo han sufrido muchos, y no digamos en cómo pasa por la economía, donde las crisis (desde el año 2008), que han enfrentado los países desarrollados se deba quizás a esta fractura en la factura laboral del sector productivo real; fractura debido a esta digitalización rampante, en que los economistas (los nuevos  tiranos desde los centros financieros o de los tiranos montados en el poder político por vía democrática), juegan con las vidas humanas como si estuvieran ante un video juego global sin importar, ni responsabilizarse, por los efectos colaterales humanos. Es la nueva educación, que se centra más en la información y manipulación de aparatos (ergo imágenes=discursos), que en el encuentro con el contacto humano, con sus miserias y sus alegrías, sus desencantos y sus conflictos; donde se mide todo por el rasero de los cuadros computarizados; espacios virtuales donde las personas se han perdido como partículas cuánticas en un espacio para el observador.  Toda una efervescencia  virtual puramente especulativa. Del intercambio de mercancías entramos a la circulación del discurso como  única mercancía.  De un valor de cambio y uso a un valor centrifugo imagológico de velocidades de uso en las área de las comunicaciones y de la información.  Somos lo que consumimos, es decir, pura virtualidad centrífuga.  


martes, 11 de octubre de 2011

De la ignorancia de los políticos


David De los Reyes





En la historia de la filosofía el tema no es nuevo. Más bien es uno de los más recurrentes. La discusión que incita la política en todo momento  quiere decir  lo viva que ella  se encuentra y  lo apasionante que conforma  para la mayoría de las personas. Pero para que incite la política a la polémica sólo puede darse  dentro de un clima de discusión donde  se acepte la diferencia, la tolerancia  y  no la arbitrariedad del ejercicio del poder para imponer  tanto los temas a tratar como también  los patrones conceptuales escogidos de antemano  que darán la pauta de la discusión. Temas y patrones conceptuales nos dan -casi desde su propio a priori constituido- cuáles son los posibles desenlaces a que llegarán los interlocutores o las partes en cuestión.
Fue Sócrates el filósofo que se atrevió a decir abiertamente que no sabía nada, que a lo sumo sólo podía proferir preguntas sobre determinados juicios que se dan sin haberlos examinados más de cerca en el momento de propinarlos al público.   Y, sin embargo, el oráculo de Delfos lo había escogido para representar  al hombre más sabio de todos los atenienses. ¿Por qué? ¿Se había equivocado tal voz profética o era una fanfarronada de los dioses  poner tal afirmación en los labios del oráculo?
La actitud de Sócrates nos muestra  que estaba convencido y seguro de algo, de su ignorancia. A partir de ahí  comprendía al menos que poseía un  mínimo saber, que podía conocer cuáles eran sus estrictos límites,   y con ello poder ser algo más sabio respecto a los  hombres que  ni siquiera reconocen que saben muy poco o que  no saben nada y que pretender opinar de todo sin empezar por saber cuáles son sus propios límites y cómo se han constituido sus inamovibles verdades. Ante ese fijismo intelectual e  individual le queda el ir rápido a llenarlo posiblemente de soberbia y de autoritarismo.
Pero, por otra parte,  el filósofo de Atenas comprendía, de todas formas,  que  un político o un hombre de Estado debería ser sabio. Pero ¿a qué tipo de sabiduría se refería el ateniense Sócrates?, y ¿cómo emparentamos esta afirmación con todo lo dicho antes? Lo que nos muestra es que sólo  puede ser buen político y sabio en la medida en que éste posea una mayor conciencia  de su propia ignorancia a diferencia de los demás hombres. Esta escala le daría la oportunidad de estar más atento  ante el peso de la responsabilidad que ha  adquirido y por la que debe dar cuentas. Responsabilidad que deberá llevarlo a adquirir conocimiento de sus propias limitaciones y, por tanto, más que soberbia, de la sana modestia  requerida para el justo mandato.
Con esto comprendemos que  bien  puede estar vigilante la sociedad civil ante aquellos gobernantes que  creen saber mucho de todo y hacen poco con lo mucho que pretenden saber. Su peor  condición –que posiblemente lo lleve al desprestigio labrado por sí mismo más que por la opinión emitida de los demás-  está en no poseer esa modestia intelectual requerida   y restringirla a sus propios límites. Opinar de todo es opinar de nada y creer que sabemos todo es demostrar a los ojos de la sabiduría  nuestro sentido de inferioridad  aunque sea a través del gesto de la soberbia y del menosprecio. Sin modestia intelectual lo que queda es el alardear de sabiduría con un fraseología pomposa, esdrújula, retórica.
Quien quiere ser entendido sólo le queda un camino.  Hablar de manera sencilla y clara, donde el sentido de ser inteligible vendría a ser la condición primordial; y esto acompañado con la realización de lo propuesto y no sólo con su enunciación. Lo contrario   es la búsqueda de la descalificación por soberbia y por herida abierta mental. Cosa que nos muestra no la fortaleza del dialogante o del político sino su escuálida talla en tanto individuo consciente de las responsabilidades  que tiene que cumplir.
Como  bien se sabe, tales políticos, los que se autopostulan de sabios, terminan  por hacer frases grandilocuentes y  querer impresionar  con pocas ideas y con muchas palabras altisonantes sin ritmo y referencia real; producto, quizás, de la sed de delirios exigidos también por determinados ciudadanos que se arman con la ceguera del fanatismo  enquistado y acrítico. Esos políticos pecan de  la modestia intelectual, de poder comprender ciertas dudas ante las certezas abstractas, dadas sin realidad como una letanía sin término ni fin. Por supuesto que tales políticos no se han acercado a la dialéctica ciudadana socrática: el diálogo termina siendo sólo un monólogo cerril y, por tanto, se distancia la posible participación real del escuchar las voces de todos y no las serviles que se escuchan entre las paredes de palacio.
Para lograr una  transformación permanente sólo se puede  si asumimos el ejercicio de la duda ante las verdades establecidas como petroglifos, y no bajo las fuerzas eólicas de los nuevos tiempos.  La transformación (y no revolución!) permanente sólo pasa por la revisión y aceptación de nuestros límites, es decir, de saber lo amplio que puede ser la ignorancia  de la que no queremos dar cuenta por estar distantes y sentados sobre las  posaderas del poder.




martes, 4 de octubre de 2011

Sobre el Dolor

David De los Reyes


I
Marina (2001:27) refiere que  hay una serie de preguntas especiales que siempre se han hecho los hombres. Entre ellas nos encontramos con el interrogante sobre el origen de las cosas,  la muerte y, sobretodo, sobre el dolor.
Respecto a la existencia del dolor desde el balcón de lo sagrado, a partir de lo cual emergen las divinidades, se nos presenta siempre con un valor ambiguo: admirable y terrible. Por tanto siempre resulta concluir si ello es, en definitiva, buena o mala.
En todas las culturas encontramos con un tiempo mítico dorado, donde la imagen del Paraíso emerge como condición del establecimiento de esa realidad amenazada con desvanecerse; y en el cristianismo lo representa con la expulsión de nuestro ascendente Adán. Son los tiempos míticos en que las cosas fueron creadas  perfectas. El mal se inicia con la elección del pecado por los primeros hombres y de ahí el comienzo religioso del sufrimiento, del dolor y de la condición caída del resto de la humanidad. Sólo: Se vuela de las llagas el que nunca recibió una herida. Shakespeare, Romeo y Julieta,  II.2.

El hombre, especie compleja y con cualidad distintas al resto de los seres naturales, al manifestarse como poseedor de la razón, le otorga ello el poder prever su propio dolor (el cual muchas veces es precedido por un agudo dolor intelectual), como puede ser el caso de prever su propia muerte, aun cuando anhele seguir viviendo. Pero la razón también le otorga el poder de infringir  muchísimo más dolor del que sin ella podrían haberse causado  unos a otros y al resto de los seres vivos.  El archivo de la historia nos ilustra muy bien las acciones emprendidas respecto a esto, como lo conocemos por eventos tales como: guerras, crímenes, enfermedades y terror. Tal situación es alternada con ciertas dosis de felicidad, mientras espera el nuevo capítulo angustioso de la historia universal, local o individual, en que pueda perderla.



II
Del Dolor y el Cristianismo
El cristianismo  más bien crea el problema del dolor, en lugar de resolverlo, ya que   éste no sería problema alguno, a no ser que, junto con nuestra experiencia cotidiana de este mundo doloroso, recibiéramos la certeza de que la realidad esencial es justa y amorosa, (Lewis:25).
Sin embargo si tratamos de excluir  la posibilidad de sufrimiento que por el orden de la naturaleza y la existencia de ser una voluntad libre implica,  encontraremos que hemos negado a buena parte de la vida misma.
La concepción religiosa prescribe que el hombre, como especie, por la caída del Paraíso de la mitológica pareja Adán y Eva, se deterioró y que el bien, en su estado  presente del hombre actual, debe significar un bien principalmente correctivo o reparador, purificador.  Y el dolor juega un lugar para obtener esa corrección de traspasar a vivir en la ambigüedad entre el bien y el mal.
Lewis nos dice que la posibilidad del dolor es inherente a la existencia misma, en un mundo donde las almas (léase los individuos), pueden conocerse. Cuando las almas (individuos), se vuelven malvadas, sin duda utilizan esta posibilidad para herirse unas a otras, y esto, quizás, explique las cuatro quintas partes de los sufrimientos del hombre (1991:92). Este autor advierte que son los hombres, y no Dios, quienes han inventado los potros de tortura, látigos, prisiones, esclavitud, bayonetas y bombas de todo tipo; eso debido a la avaricia y a la estupidez humana, que es casi infinita, y no a la mezquindad de la naturaleza, que tenemos pobreza y fatiga. Sin embargo, hay sufrimiento que no puede ser atribuido a nosotros mismos.
La intensidad del dolor nos da o cierto  gusto o completo disgusto.  El dolor menor, a cierto nivel de intensidad, no se resiente y puede ser hasta aceptado por un tiempo; hasta puede llevarnos a suprimir la conciencia  de llamar a eso dolor como tal.  Pero el dolor puede distinguirse de dos maneras: a) como un tipo especial de sensación, probablemente trasmitido por las fibras nerviosas especializadas, e identificadas por el paciente como ese tipo de sensación, ya sea que este le agrade; b) cualquier experiencia, ya sea física o mental, que desagrada al paciente. Podemos notar que todo dolor en sentido A se vuelve  en el sentido B, si se sobrepasa cierto nivel de intensidad baja, pero los dolores en sentido B no son, necesariamente, los del tipo A. El B es sinónimo de angustia, sufrimiento, tribulación, adversidad o dificultad y de ello se deriva el problema como dolor.
El dolor es un mal desenmascarado, inconfundible; todo hombre sabe que algo anda mal en él cuando está sufriendo. No es sólo un mal inmediatamente reconocido, sino un mal imposible de ignorar. El dolor nos insiste que debe ser atendido el mal causado en nosotros. El dolor es un megáfono para despertar a un mundo sordo. 
Ahora, el dolor, como ampliación del sentido de lo divino,  se convierte en un instrumento terrible; puede conducir a la rebelión final contra lo sagrado sin ningún tipo de arrepentimiento, pero otorga, por otra parte, al hombre que actúa bajo la maldad, la posibilidad de enmendarse. El dolor nos descorre el velo de nuestra existencia, implantando la bandera de la verdad existencial en la muralla del hombre rebelde.
El dolor destroza una primera  ilusión, la de que todo está bien. La segunda, destroza la ilusión de que lo que tenemos, ya sea bueno o malo en sí mismo, es nuestro y suficiente para nosotros.

Hay una verdad que se torna evidente para la virtud aristotélica, esta es que cuanto más se vuelve el hombre virtuoso, más disfruta las acciones virtuosas. Para Aristóteles todo lo que es intrínsecamente correcto puede ser agradable; quedando la situación en que, cuanto mejor sea un hombre, más se agradará a él mismo
El dolor hiere, es lo que la palabra significa. Para el cristianismo, gracias al sufrimiento que experimentamos y vivimos, podemos llegar a ser mejores; ello no es increíble. Lo que no podemos mostrar si esto es o no preferible. Si no pasara esta negación emocional de nuestra vida presente, el dolor mismo no tuviera valor alguno. Para el cristianismo, gracias al dolor y al temor, el individuo regresa a su partida original, que es  el retorno a la obediencia y a la caridad, condición requerida en esta religión. La condición  de amar a los hombres, exigida por esta corriente religiosa institucional, no es en tanto que puedan ser naturalmente agradables,  sino porque son considerados hermanos al pretender que  la especie animal hombre, es creación de dios.
Por otra parte, se conoce casos de una gran belleza de ser en aquellos cristianos que  han sufrido intensamente. Hombres que se han vuelto mejores, y no peores, en el correr de los años,  luego de haber experimentado tal condición emocional de forma intensa; el dolor ha provisto a muchos de tesoros de fortaleza y mansedumbre pero también de resentimiento. Comprendiendo así que el mundo se torna, gracias al dolor, en un valle de formación de almas para el cristiano.
La experiencia del sufrimiento  no es asumida, entonces,  como algo bueno en sí. Lo bueno de dicha experiencia es que, por medio de ella, puede conseguir abandonarse a lo que piensan, que es la voluntad de dios, en los espectadores, la compasión y la misericordia a que los conduce (idem:114). La misericordia ayuda al bien de su prójimo, cumpliendo lo que ellos piensan que es la voluntad divina. Un hombre cruel lo que hará será oprimir a su prójimo, haciendo simplemente el mal. En esta concepción encontramos que su centro es dirigirse a obtener un efecto redentor por medio del sufrimiento, el cual consiste, en buena parte, a someter la voluntad rebelde ante lo absoluto, (ídem:116) .
Tomás de Aquino advirtió que el sufrimiento, tal como Aristóteles dijera de la vergüenza, que era no bueno en sí, sino algo que  podía poseer, en particulares circunstancias, una cierta bondad. Es decir, si el mal está presente, el dolor de reconocerlo, al ser un tipo de conocimiento, es relativamente bueno, ya que la alternativa es que el alma ignorase el mal, o ignorase que el mal es contrario a su naturaleza; cualquiera de ellos, dice el filósofo, es manifiestamente malo[1].Y me parece que, aunque nos haga temblar, estamos de acuerdo. El exigir que dios deba perdonar a tal individuo, mientras éste continúa siendo lo que es, se basa en una confusión entre disculpar y perdonar. “Disculpar un mal, es simplemente ignorarlo, tratarlo como si fuese bueno. Pero el perdón necesita ser aceptado y ofrecido, si es que ha de ser completo, y un hombre que no admite culpa, no puede aceptar perdón”, (Lewis, 1991:126). Esta es la visión cristiana del sufrimiento y del pecado. Ante todo habrá que admitir la culpa para alcanzar la superación del sufrimiento mediante el perdón de los pecados. Y recordar lo que nos dice Pablo, el cual es uno de los mejores eslóganes publicitarios de la religión cristiana que ofrece, como pompas de jabón, a sus seguidores: Yo estoy persuadido, dice Pablo, de que los sufrimientos de la vida presente no son de comparar con aquella gloria venidera que se ha de manifestar en nosotros, (ver: Romanos, 8:18).
Entre las condiciones que exige la visión cristiana del sufrimiento es su fuerte compatibilidad de  dejar el mundo mejor de lo que lo encontramos. Mandato que el mundo del cristiano pareciera negar  en todas sus obras ante ese mismo mundo.


[1]Summa Theologica, 1,IIae, Q.xxxix, Art.i.


Bibliografía:


Marinas, J. 2001: El dictamen de Dios. Anagrama, Barcelona.
Lewis, C. 1991: El problema del dolor. Editorial Universitaria, Santiago de Chile.