De la ignorancia de los políticos
David De los Reyes
En la historia de la filosofía el tema no es nuevo. Más bien es uno de los más recurrentes. La discusión que incita la política en todo momento quiere decir lo viva que ella se encuentra y lo apasionante que conforma para la mayoría de las personas. Pero para que incite la política a la polémica sólo puede darse dentro de un clima de discusión donde se acepte la diferencia, la tolerancia y no la arbitrariedad del ejercicio del poder para imponer tanto los temas a tratar como también los patrones conceptuales escogidos de antemano que darán la pauta de la discusión. Temas y patrones conceptuales nos dan -casi desde su propio a priori constituido- cuáles son los posibles desenlaces a que llegarán los interlocutores o las partes en cuestión.
Fue Sócrates el filósofo que se atrevió a decir abiertamente que no sabía nada, que a lo sumo sólo podía proferir preguntas sobre determinados juicios que se dan sin haberlos examinados más de cerca en el momento de propinarlos al público. Y, sin embargo, el oráculo de Delfos lo había escogido para representar al hombre más sabio de todos los atenienses. ¿Por qué? ¿Se había equivocado tal voz profética o era una fanfarronada de los dioses poner tal afirmación en los labios del oráculo?
La actitud de Sócrates nos muestra que estaba convencido y seguro de algo, de su ignorancia. A partir de ahí comprendía al menos que poseía un mínimo saber, que podía conocer cuáles eran sus estrictos límites, y con ello poder ser algo más sabio respecto a los hombres que ni siquiera reconocen que saben muy poco o que no saben nada y que pretender opinar de todo sin empezar por saber cuáles son sus propios límites y cómo se han constituido sus inamovibles verdades. Ante ese fijismo intelectual e individual le queda el ir rápido a llenarlo posiblemente de soberbia y de autoritarismo.
Pero, por otra parte, el filósofo de Atenas comprendía, de todas formas, que un político o un hombre de Estado debería ser sabio. Pero ¿a qué tipo de sabiduría se refería el ateniense Sócrates?, y ¿cómo emparentamos esta afirmación con todo lo dicho antes? Lo que nos muestra es que sólo puede ser buen político y sabio en la medida en que éste posea una mayor conciencia de su propia ignorancia a diferencia de los demás hombres. Esta escala le daría la oportunidad de estar más atento ante el peso de la responsabilidad que ha adquirido y por la que debe dar cuentas. Responsabilidad que deberá llevarlo a adquirir conocimiento de sus propias limitaciones y, por tanto, más que soberbia, de la sana modestia requerida para el justo mandato.
Con esto comprendemos que bien puede estar vigilante la sociedad civil ante aquellos gobernantes que creen saber mucho de todo y hacen poco con lo mucho que pretenden saber. Su peor condición –que posiblemente lo lleve al desprestigio labrado por sí mismo más que por la opinión emitida de los demás- está en no poseer esa modestia intelectual requerida y restringirla a sus propios límites. Opinar de todo es opinar de nada y creer que sabemos todo es demostrar a los ojos de la sabiduría nuestro sentido de inferioridad aunque sea a través del gesto de la soberbia y del menosprecio. Sin modestia intelectual lo que queda es el alardear de sabiduría con un fraseología pomposa, esdrújula, retórica.
Quien quiere ser entendido sólo le queda un camino. Hablar de manera sencilla y clara, donde el sentido de ser inteligible vendría a ser la condición primordial; y esto acompañado con la realización de lo propuesto y no sólo con su enunciación. Lo contrario es la búsqueda de la descalificación por soberbia y por herida abierta mental. Cosa que nos muestra no la fortaleza del dialogante o del político sino su escuálida talla en tanto individuo consciente de las responsabilidades que tiene que cumplir.
Como bien se sabe, tales políticos, los que se autopostulan de sabios, terminan por hacer frases grandilocuentes y querer impresionar con pocas ideas y con muchas palabras altisonantes sin ritmo y referencia real; producto, quizás, de la sed de delirios exigidos también por determinados ciudadanos que se arman con la ceguera del fanatismo enquistado y acrítico. Esos políticos pecan de la modestia intelectual, de poder comprender ciertas dudas ante las certezas abstractas, dadas sin realidad como una letanía sin término ni fin. Por supuesto que tales políticos no se han acercado a la dialéctica ciudadana socrática: el diálogo termina siendo sólo un monólogo cerril y, por tanto, se distancia la posible participación real del escuchar las voces de todos y no las serviles que se escuchan entre las paredes de palacio.
Para lograr una transformación permanente sólo se puede si asumimos el ejercicio de la duda ante las verdades establecidas como petroglifos, y no bajo las fuerzas eólicas de los nuevos tiempos. La transformación (y no revolución!) permanente sólo pasa por la revisión y aceptación de nuestros límites, es decir, de saber lo amplio que puede ser la ignorancia de la que no queremos dar cuenta por estar distantes y sentados sobre las posaderas del poder.
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