martes, 11 de octubre de 2011

De la ignorancia de los políticos


David De los Reyes





En la historia de la filosofía el tema no es nuevo. Más bien es uno de los más recurrentes. La discusión que incita la política en todo momento  quiere decir  lo viva que ella  se encuentra y  lo apasionante que conforma  para la mayoría de las personas. Pero para que incite la política a la polémica sólo puede darse  dentro de un clima de discusión donde  se acepte la diferencia, la tolerancia  y  no la arbitrariedad del ejercicio del poder para imponer  tanto los temas a tratar como también  los patrones conceptuales escogidos de antemano  que darán la pauta de la discusión. Temas y patrones conceptuales nos dan -casi desde su propio a priori constituido- cuáles son los posibles desenlaces a que llegarán los interlocutores o las partes en cuestión.
Fue Sócrates el filósofo que se atrevió a decir abiertamente que no sabía nada, que a lo sumo sólo podía proferir preguntas sobre determinados juicios que se dan sin haberlos examinados más de cerca en el momento de propinarlos al público.   Y, sin embargo, el oráculo de Delfos lo había escogido para representar  al hombre más sabio de todos los atenienses. ¿Por qué? ¿Se había equivocado tal voz profética o era una fanfarronada de los dioses  poner tal afirmación en los labios del oráculo?
La actitud de Sócrates nos muestra  que estaba convencido y seguro de algo, de su ignorancia. A partir de ahí  comprendía al menos que poseía un  mínimo saber, que podía conocer cuáles eran sus estrictos límites,   y con ello poder ser algo más sabio respecto a los  hombres que  ni siquiera reconocen que saben muy poco o que  no saben nada y que pretender opinar de todo sin empezar por saber cuáles son sus propios límites y cómo se han constituido sus inamovibles verdades. Ante ese fijismo intelectual e  individual le queda el ir rápido a llenarlo posiblemente de soberbia y de autoritarismo.
Pero, por otra parte,  el filósofo de Atenas comprendía, de todas formas,  que  un político o un hombre de Estado debería ser sabio. Pero ¿a qué tipo de sabiduría se refería el ateniense Sócrates?, y ¿cómo emparentamos esta afirmación con todo lo dicho antes? Lo que nos muestra es que sólo  puede ser buen político y sabio en la medida en que éste posea una mayor conciencia  de su propia ignorancia a diferencia de los demás hombres. Esta escala le daría la oportunidad de estar más atento  ante el peso de la responsabilidad que ha  adquirido y por la que debe dar cuentas. Responsabilidad que deberá llevarlo a adquirir conocimiento de sus propias limitaciones y, por tanto, más que soberbia, de la sana modestia  requerida para el justo mandato.
Con esto comprendemos que  bien  puede estar vigilante la sociedad civil ante aquellos gobernantes que  creen saber mucho de todo y hacen poco con lo mucho que pretenden saber. Su peor  condición –que posiblemente lo lleve al desprestigio labrado por sí mismo más que por la opinión emitida de los demás-  está en no poseer esa modestia intelectual requerida   y restringirla a sus propios límites. Opinar de todo es opinar de nada y creer que sabemos todo es demostrar a los ojos de la sabiduría  nuestro sentido de inferioridad  aunque sea a través del gesto de la soberbia y del menosprecio. Sin modestia intelectual lo que queda es el alardear de sabiduría con un fraseología pomposa, esdrújula, retórica.
Quien quiere ser entendido sólo le queda un camino.  Hablar de manera sencilla y clara, donde el sentido de ser inteligible vendría a ser la condición primordial; y esto acompañado con la realización de lo propuesto y no sólo con su enunciación. Lo contrario   es la búsqueda de la descalificación por soberbia y por herida abierta mental. Cosa que nos muestra no la fortaleza del dialogante o del político sino su escuálida talla en tanto individuo consciente de las responsabilidades  que tiene que cumplir.
Como  bien se sabe, tales políticos, los que se autopostulan de sabios, terminan  por hacer frases grandilocuentes y  querer impresionar  con pocas ideas y con muchas palabras altisonantes sin ritmo y referencia real; producto, quizás, de la sed de delirios exigidos también por determinados ciudadanos que se arman con la ceguera del fanatismo  enquistado y acrítico. Esos políticos pecan de  la modestia intelectual, de poder comprender ciertas dudas ante las certezas abstractas, dadas sin realidad como una letanía sin término ni fin. Por supuesto que tales políticos no se han acercado a la dialéctica ciudadana socrática: el diálogo termina siendo sólo un monólogo cerril y, por tanto, se distancia la posible participación real del escuchar las voces de todos y no las serviles que se escuchan entre las paredes de palacio.
Para lograr una  transformación permanente sólo se puede  si asumimos el ejercicio de la duda ante las verdades establecidas como petroglifos, y no bajo las fuerzas eólicas de los nuevos tiempos.  La transformación (y no revolución!) permanente sólo pasa por la revisión y aceptación de nuestros límites, es decir, de saber lo amplio que puede ser la ignorancia  de la que no queremos dar cuenta por estar distantes y sentados sobre las  posaderas del poder.




No hay comentarios:

Publicar un comentario