lunes, 28 de noviembre de 2011

De la Filosofía
David De los Reyes

 

La filosofía  se caracteriza por adentrarse en la actividad del pensamiento tanto individual como  universal. Sus dotes de saber han ido vislumbrando en su acontecer nuevas  maneras de comprender qué es el conocimiento   filosófico para el individuo. En cierta forma, como lo han expresado muchas veces, es  un intento de perfeccionarse en tanto individuo. El saber filosófico aspira a lo que para sus comienzos fue: descubrir, a partir de nuestra propia atención y reflexión, lo que nos induce a preservar ciertas disposiciones o hábitos más que otros, siempre en función de una  búsqueda del bienestar. La filosofía no es un pensamiento por el cual se  pretende definir el resto de una concepción científica, política o cultural. Siempre encontramos que  cualquiera que se dirige a un público muchas veces escuchamos sobre “mi filosofía…” o “la filosofía de la empresa…” o “la filosofía de la institución…”, etc.  Es propio de desconocedores de  qué es hacer y qué es convivir filosóficamente. En la antigüedad eran hombres que se distinguían por su hacer, su valía, su valentía y su provocación. Los ejemplos son múltiples, tenemos a Heráclito, a Demócrito, a Sócrates, a  Diógenes el cínico,  por sólo nombrar algunos. La filosofía  era un intento de abordar un saber para una mejor conducción de la vida pero de manera autónoma, libre, dirigida por el pensamiento personal, sin tener muy en cuenta si se estaba a favor de los dioses de la ciudad o si  se mantenía dentro de las opiniones  autorizadas del momento. Más que emprender un sistema de conocimientos era poner el conocimiento en una permanente práctica de cara a la realidad; era (es), una exploración que iba hacia el interior del individuo y cómo por medio de su voluntad se manifestaba en lo exterior. No esconderse del mundo sino  adentrarse en el mundo desde un observatorio personal, en que el vivir oculto era  un requerimiento para conservar la tranquilidad del alma, del ser.
La filosofía  ha tomado muchos derroteros. Desde una preocupación por desentrañar lo que vendría a ser una teoría del conocimiento, de una propuesta epistemológica, de unas cuitas por el ser desde la ontología, de una posición política revolucionaria y no paremos de contar. Ella ha sido sierva de muchas concepciones universalistas que bajo el estandarte de la razón han querido presentarse como las guardianas de la verdad. Una verdad que quería fundirse con lo absoluto, con lo divino o con la naturaleza y sacar leyes últimas con las que determinar casi para siempre la visión del mundo.
Realmente la filosofía es un intento personal de cómo observar ciertas condiciones para seguir no perdiendo el incentivo de la curiosidad que evolucione a ciertas perspectivas personales sobre el universo, el por qué estamos aquí, o  el sin sentido de la existencia. Y siempre la respuesta será un intento  transitorio de reflexión, mas no un último hallazgo de  comprensión total y definitivo.  El individuo que transita por la filosofía se propone recorrer un camino que no tiene muy cierto su final (si es que lo consigue…). Es un transitar por el pensamiento, de escuchar sus emociones, de perfilar nuestras estadías entre los placeres y los dolores o sufrimientos furtivos, y que sin ellos no nos aguardaría la existencia en proporcionarnos el derecho de haber vivido. Es superar los escollos y encontrar que la comedia humana se yergue por la ambición, la soberbia y la vanidad infinita.  En un mundo de animales humanos descentrados y absortos entre medios y carencias,  el filósofo le queda  observar y actuar desde  el recinto de su inmediatez, sin proponerse proyectos mesiánicos ni  pretender en erigirse en el salvador. Sabemos cuán nefasto han sido para la historia todos aquellos que se han creído iluminados por encima de los demás, sin comprender que en la tranquilidad de la luz nocturna es donde se debe permanecer para encontrar la iluminación del saber  humano.
Por todo ello la filosofía, con su riqueza discursiva, con sus variantes lingüísticas, con sus propuestas sistemáticas,  vuelve a  buscar  la senda de la verdad personal, del bien hacer, del buen decir, del bien estar y de la tranquilidad  de ánimo que nos permite comprender la maravillosa condición del hombre circunscrito a una rendija de la infinitud del universo.

lunes, 21 de noviembre de 2011


¿De qué va la clínica filosófica?
David de los Reyes



La clínica filosófica intenta establecer un proceso de indagación del presente, orientado a reflexionar y a tomar  una actitud vital  ante una situación patológica (enfermedad, síndrome, trastorno) que viene a ser un producto del pensamiento imaginario individual o colectivo anclado en la creencia fanática o en la verdad absoluta. Se trata de estar en atención ante los efectos de las prácticas inconscientes que nos orientan en lo exterior y que surgen en contacto con una realidad que confunde, arranca la vitalidad de los cuerpos y reduce la energía de estar en una permanente indagación de la existencia,  en tanto que ella la desarrollamos como búsqueda indagatoria de cómo nos manifestamos, sentimos y pensamos nuestra condición individual  ante lo referente externo colectivo.  La clínica filosófica busca cierta integración centrífuga  del pensamiento ante los anclajes hipnóticos de las creencias, mitos y dependencias que nos arrastran y conforman lo que llaman cultura (tanto elitesca como de masas). La clínica filosófica vendría a   establecer no sólo una terapia del lenguaje (como es el fin de la filosofía para  Wittgenstein), sino una terapia  que ayude a vencer la angustia narcisista que se nos impone por medio de la culpa, la vanidad, la necesidad del éxito en la medida que el pensamiento nos lleva a convivir con una permanente difusión  energética de pensamientos cerrados que nos remiten a un atarse a lo exterior y a pensar que sólo en lo interior vendría a estar una salvación. Sócrates decía que la filosofía es una terapia del alma y a ello apunta nuestra actualización de dicho planteamiento.
La clínica filosófica no le interesa tanto la cura (el farmacón) sino la enfermedad.  El enfrentamiento de la ilusión patológica  restrictiva de serenidad y acción creativa y en permanente fluir que debe arrancar en tanto coraje individual de  aprender a usar una racionalidad poética e irónica, donde se busca el encuentro con la subjetividad  autónoma  de la persona individual.
Por  tener capacidad de imaginación   el hombre se convierte en el   animal más sufriente de la tierra, por lo cual Nietzsche ha dicho que ese animal debió inventar la risa para  superar esa tormenta simbólica de sufrientes rayos dolorosos en el centro de su mente. La clínica filosófica no pretende sólo quedar en un diagnóstico de la cultura, de la memoria individual y su atrofia humana. Se desprende que  su intención es desarrollar  un personal método de búsqueda de sentido y de saber hacer contra una red social que nos lleva a cerrarnos en una existencia generalizada y mediocre.  La clínica filosófica no pretende  tener todas las curas para lo político, lo cultural y social individual; sólo hace que el pensamiento busque su propia  estrategia con que ahondar una atención en su cuerpo y su significante mental imaginario como entidad política, que convive  con otros y que imponen maneras de ser que arrastran a una patología, es decir, a una emocionalidad negativa y una adiposa verbosidad en que nos vemos arrastrados a permanecer envueltos e inmóviles en nuestros encierros y sufrimientos  sin  encontrar una salida a una alegría por la vida.  De ahí que la risa, la ironía, la alegría vengan a ocupar en ella la seriedad de una filosofía discursiva que sólo trata de conceptos pero no de  acciones; de una filosofía tradicional que se nutre de la reiterada decadencia, de nuestra degeneración recurriendo a la angustia, a la soledad, a la culpabilidad, al drama de la comunicación y lo dramático como constitutivo de una ética del encierro, del cuerpo mutilado, del cuerpo cercenado ante el horizonte abierto de la experiencia del mundo.
 
La clínica filosófica es una invitación para que cada uno practique desde su condición  una apertura al alegre vivir, al mantener el difícil coraje ante la angustia propia del cultivado narcisismo privado, de la queja en busca de lástima, abonadas con los terrores de nuestra culpabilidad asumida como verdad inamovible; se coloca la verdad y sus orígenes en el pedestal de la observación patológica.  Se trata de encontrar en la enfermedad de vivir una contrapostura que nos indique el rumbo hacia una salud del existir. Una contrapostura que implica desbaratar los códigos en la medida que colocamos al pensamiento en posición de alerta frente a lo exterior que nos inunda de sombra; se trata de indagar en la indiferencia de las ilusiones institucionalizadas (como por ejemplo las votaciones democráticas y la esperanza fatídicas de las masas ante un  futuro mejor, que siempre termina siendo el mismo o peor por no aceptar el estar preparado para todo). Se intenta establecer una contra-filosofía  que esté atenta a los efectos y no sólo al discurso majestuoso, una filosofía que acepte, como Epicuro, nunca olvidarse de reír cuando se  reflexiona y se diagnostica el peso del mundo, la interioridad fallida del mundo absorbida como imaginación detenida. Se trata de pensar al aire libre, de salir al campo  de la vida y atravesarlo contemplándolo más que intentar cambiarlo. No queremos ser comentadores de la interioridad (cosa del mal gusto filosófico colonial germánico hegeliano y heideggeriano), lo cual vendría a clausurar y atrofiar el gusto por la alegría y la risa del animal que somos y del humano que  frenamos en su ser. Pueda que tengamos momentos de mala conciencia pero es sólo un camino que alberga  la duda, elemento requerido para alcanzar la salud  de su condición en la  nada de la iluminación  personal. 
La clínica filosófica intenta desarrollar perspectivas que induzcan a contrasentidos legítimos en un mundo de control permanente y asfixiante; desarrollar contrasentidos ilegítimos contra el espíritu de seriedad, del fanatismo, de las cumbres dogmáticas de las verdades en tanto creencias  que llevan a militar en el río de la mediocridad permanente y confusa de las mayorías, en fin, contra el culto a la interioridad adormecida por la vigilia onírica permanente de la cultura mediática.
Esto, entre otras cosas,  es lo que iremos inscribiendo en este muro virtual, río digital   por las que transita este barco del pensamiento móvil de la clínica filosófica, la cual  declara la guerra a toda asfixia que se yergue contra la alegría de vivir, contra la serenidad y la intensidad del vivir.

lunes, 14 de noviembre de 2011



Derechos inhumanos
David De los Reyes


Rafael Minkkinen, fotografìa

Los derechos humanos  han sido aplastados de forma recurrente por los países que tienen regímenes autoritarios. Los derechos humanos favorecen el derecho a la vida, a la libertad individual, a la libertad de movilización, a libertad de expresión y de trabajo, el derecho a la salud y a la seguridad, entre otros. Todas estas libertades y derechos (establecidos y firmados por los países pertenecientes a la Organización de las Naciones Unidas desde 1948), son coaccionadas uno tras otro gracias a los estados que poseen un régimen de intereses personalistas, aunado a una burocracia represora, inclinada a las órdenes de aquellos funcionarios que han tomado su cargo como condición de mando irreductible y permanente, sin relacionar sus decisiones con los límites de la constitución vigente o de las leyes civiles en relación con lo que sea el caso.
Los derechos humanos son una medida de protección del individuo ante  el atropello de las fuerzas estatales que monopolizan la violencia y de las fuerzas paraestatales que ejercen impunemente la coacción y la fuerza. Exigir que aparezcan reflejadas en la constitución es un paso, leve pero un paso. Exigir que se cumplan algo más difícil.  Notando que hasta en los países que no tienen el menor cuido por la vida humana dicen aplicarlas y respetarlas.  La hipocresía política siempre está al orden del solapamiento y de encubrir las realidades ante las instituciones internacionales que tienen en sus manos  el demandar a gobiernos que se apliquen en todos los casos sin distinción. 
La violencia vendrá a ser el instrumento que aplaque, sofoque, someta a los derechos humanos. Bien con una mordaza colocada a la mayoría de una población sometida o amenazada, o bien por medios indirectos de agresividad  que esgrimen grupos adictos al régimen autoritario o  bandas que se les deja participar ilícitamente a cambio de llevar alguno de estos trabajos sucios.
Casos de enfermos que se encuentran injustamente encarcelados, sin poder ser tratados clínicamente, han estado presentes en todos los gobiernos que abrigan  el esquema líder-ejercito-pueblo, que alguna vez un sociólogo argentino argumentó como defensa de una nación que tomara el  rumbo de un cambio social radical; Hispanoamérica ha sido un permanente campo de cultivo para ello.
Ese esquema es la muerte de cualquier derecho. Se vuelve a una monarquía  inconstitucional prácticamente, y la balanza de la justicia queda fuera del juego real de la sociedad, estableciendo la última voz  los  de la cúpula militar o del líder de turno. El esquema contrario sería: instituciones constitucionales-justicia-ciudadanía.
Los derechos humanos van mancillados en todos los países que  sostienen el culto a la personalidad. Así fue en la extinta Unión Soviética con Lenin y Stalin, así fue en  la Alemania de Hitler, en la Italia de Mussolini, en la China de Mao Tse Tung, en la Libia de Kadafi, en la España de Franco. Buena parte de la historia de los países africanos e hispanoamericanos han visto cómo ello ha sido así, repitiendo el regreso al mando del eterno retorno del caudillo. El gobierno unilateral y autoritario, caprichoso y  ungido por la gracia de Dios o del héroe militar del siglo  decimonónico,  son  modelos de ese estilo de mando en que el Estado lo es todo, el individuo nada. La masa es todo, la singularidad, la diversidad cultural, las minorías y la inteligencia un estorbo y, por ende, apenas son un sedimento de  esos derechos humanos que deben defender al individuo contra el omnímodo poder ejercido por una mayoría que, junto a su gendarme, no tiene  capacidad  para distinguir  y  aceptar la crítica, la exigencia a derecho, el asumir y reconocer su fracaso para poder salir de él.
Es así como vemos las latitudes geopolíticas por las que transitamos en el presente. Democracias que quieren mostrar marcos de civilidad cuando  sabemos que el tiro impune es el que reina, y no en los cielos.
Bien pudiera hablarse de un derecho inhumano, el cual  es la condición actual en la mayoría de los países que no tienen una independencia judicial que acobije la autonomía de realizar  un juicio, gobiernos que no poseen la capacidad de albergar la sabiduría del bien escuchar al otro, de saber tomar decisiones sabias, apegados a la ley y no a intereses partidistas o personalistas. Todo ello  es lo contrario en nuestro mundo  en que el gobierno no lo ejerce el capaz sino en forma monolítica el primero de la triada: líder-ejercito-pueblo.

martes, 8 de noviembre de 2011


Las rejas de la violencia

David  De los Reyes


 


Los tiempos han sido violentos, y el hombre ha convertido al tiempo en violento y la vida en violencia. Entre  el desconcierto de las naciones los dirigentes políticos han apostado una y otra vez a la violencia. Cuando se  acobija bajo el ideario de cambios sociales  lo primero que se apunta es a tomar el catecismo marxista,  pasar por toda la monserga de la toma del poder por las armas y de tener la esperanza de alcanzar el éxito político del poder estatal cual si fuesen héroes sacados de una mala película hollywoodense  o mexicana. Hasta ahí llega su película, luego no se ven más los destrozos civiles y la incompetencia para abonar una buena vida humana. En donde el gran ganador es el traficante de armas.
Y La violencia sigue. Es el único modo de ser para los hombres de poder. Ella   se expande y se agita. Se traspasa como virus global letal y se convierte en la causa de  muchachos con ojos idos, vacíos porque el mundo  no les ha proporcionado sino armas, fracaso, rechazo, inclemencia y  abandono: un escombro humano más.
La violencia dicen que es partera de la historia, pero la historia más que partera es  la justificación del crimen por otros medios, es decir, ideales que no cuajan y hombres que  se creen cuasi-dioses,   ocultando  y aparentando que no huelen la podredumbre humana y ni a su propia humanidad. Ellos son cuerpos en  descomposición, enfermos de ego, ignorantes  por  vanidad,  limitando el cerco de la creatividad en la medida que  creen poseer el control absoluto de todo y de los otros: su único afán: cultivo del terror interno bajo su piel. Cuerpos en salas de tratamiento intensivo.
La violencia está en toda esquina. En mi país  la violencia saca del río de la vida humana, por la medida chiquita,  alrededor de  doce mil ciudadanos anuales. En una guerra de baja intensidad quizá sea menor el costo  respecto a ese número estadístico.  Y a pesar de ello  se tiene la idea que se vive dentro de cierta civilidad porque la gente trabaja, ¡y trabaja de verdad!, o porque  funcionan las sempiternas comunicaciones y nos dictan el menú diario de  temas de conversación que tenemos que tener en la punta de la lengua al encontrarnos con los que se habituaron a nuestra compañía porque no queda otra.
Pero el látigo sigue  ahí,  en todo momento.  Los ilusos, aquellos poseídos con el tufo del amor cristiano, nos hablan de una cultura de paz y   es propio de  hombres que aprendieron a vivir en la comodidad del estatus amueblados  en la cobardía o en la sociedad de consumo sin mayores arraigos que más consumo: la gente de marketing sabe mucho de eso. La cultura de paz  sólo se puede obtener cuando nos hemos preparado para defender esa condición de vida no enunciándola sino poniendo en la realidad cotidiana de nuestras vidas y quehaceres con los otros; en colocarla sobre las manos  para tomar las condiciones requeridas para su existencia y realmente sentir la tranquilidad creativa de la alegría humana y no sentir ni de lejos la violencia, el crimen, la pobreza, el desarraigo; tiempo donde pareciera que decir paz  es igual a observar un  vacío sin horizonte, como el escuchar una palabra  sin fondo, como una palabra sin foco, pues no tiene nada que nos rodee, no enseñe y que apunte a ello.
Las ciudades  miden su calidad de vida por la tranquilidad que expiden en su entorno.  Cuando  vemos las ciudades latinoamericanas  no podemos decir que sean  reductos de vida y creatividad, de acogimiento y  desarrollo  ni en lo colectivo ni como ser individual. El habitante de esos nichos de pasto humano lo único que piensa, cuando llega a su casa a final del día, es que se ha vivido un día más a salvo, en que se sobrevivió a la emboscada, a la pobreza, a la envidia, al absurdo,  y puede medio descansar ocultando el temor bajo la manta para darle la cara a otro día en que  nos  recibirá con las mismas angustias del anterior, reforzando la cultura de  sobreviviente más no de paz. 
Siempre cuando transito por las calles  noto un artilugio común en las  viviendas, presente desde el acomodo habitacional en los llamados barrios como hasta en los búnkeres  de los acomodados  cosmopolitas ciudadanos, y es que todos tienen un elemento común imprescindible: la reja, el enrejado, símbolo de la separación, de lo mío y no de lo tuyo, de la  desigualdad, del  miedo encapsulado como sardinas  en lata, de los ratones en la ratonera;  rejas en las ventanas, en las puertas, en los balcones, en los patios: lo mejor de una cárcel hecha a su medida. La reja se convierte en el símbolo de la violencia perpetua, de  lo desprotegido que nos sentimos, de lo inerme que se está, de la defensa de lo poco (o mucho) que se tiene ante el terror de lo que pudieran hacer los muchos desesperados.  
La violencia es  nuestra apuesta a seguir siendo degradados. Así que  comenzar por una cultura de paz  es comenzar a defender  nuestro estilo de vida en compromiso con los demás y con el mundo.  Lo demás es la hipocresía creciente,  el sentimiento de compasión cristiana que  se exhibe con la mirada de rapiña perpetua, diciendo que  se vive para el bien común.
Nuestros hijos, aunque no estén conscientes mucho de ello, y no han sufrido una guerra masiva,  serán los seres crecidos desde su niñez entre rejas; los hijos de ciudades encarceladas; producto de una vida que se les enseñó a estar atemorizados  y esclavizados por  una hipócrita cultura de la paz que se esgrime con un arma en una mano y en la otra se sostiene una   bondad  de careta. Serán hijos de la noche,  de una violencia de la que surgen, de una violencia  en la que viven, de una violencia por la que mueren.