martes, 8 de noviembre de 2011


Las rejas de la violencia

David  De los Reyes


 


Los tiempos han sido violentos, y el hombre ha convertido al tiempo en violento y la vida en violencia. Entre  el desconcierto de las naciones los dirigentes políticos han apostado una y otra vez a la violencia. Cuando se  acobija bajo el ideario de cambios sociales  lo primero que se apunta es a tomar el catecismo marxista,  pasar por toda la monserga de la toma del poder por las armas y de tener la esperanza de alcanzar el éxito político del poder estatal cual si fuesen héroes sacados de una mala película hollywoodense  o mexicana. Hasta ahí llega su película, luego no se ven más los destrozos civiles y la incompetencia para abonar una buena vida humana. En donde el gran ganador es el traficante de armas.
Y La violencia sigue. Es el único modo de ser para los hombres de poder. Ella   se expande y se agita. Se traspasa como virus global letal y se convierte en la causa de  muchachos con ojos idos, vacíos porque el mundo  no les ha proporcionado sino armas, fracaso, rechazo, inclemencia y  abandono: un escombro humano más.
La violencia dicen que es partera de la historia, pero la historia más que partera es  la justificación del crimen por otros medios, es decir, ideales que no cuajan y hombres que  se creen cuasi-dioses,   ocultando  y aparentando que no huelen la podredumbre humana y ni a su propia humanidad. Ellos son cuerpos en  descomposición, enfermos de ego, ignorantes  por  vanidad,  limitando el cerco de la creatividad en la medida que  creen poseer el control absoluto de todo y de los otros: su único afán: cultivo del terror interno bajo su piel. Cuerpos en salas de tratamiento intensivo.
La violencia está en toda esquina. En mi país  la violencia saca del río de la vida humana, por la medida chiquita,  alrededor de  doce mil ciudadanos anuales. En una guerra de baja intensidad quizá sea menor el costo  respecto a ese número estadístico.  Y a pesar de ello  se tiene la idea que se vive dentro de cierta civilidad porque la gente trabaja, ¡y trabaja de verdad!, o porque  funcionan las sempiternas comunicaciones y nos dictan el menú diario de  temas de conversación que tenemos que tener en la punta de la lengua al encontrarnos con los que se habituaron a nuestra compañía porque no queda otra.
Pero el látigo sigue  ahí,  en todo momento.  Los ilusos, aquellos poseídos con el tufo del amor cristiano, nos hablan de una cultura de paz y   es propio de  hombres que aprendieron a vivir en la comodidad del estatus amueblados  en la cobardía o en la sociedad de consumo sin mayores arraigos que más consumo: la gente de marketing sabe mucho de eso. La cultura de paz  sólo se puede obtener cuando nos hemos preparado para defender esa condición de vida no enunciándola sino poniendo en la realidad cotidiana de nuestras vidas y quehaceres con los otros; en colocarla sobre las manos  para tomar las condiciones requeridas para su existencia y realmente sentir la tranquilidad creativa de la alegría humana y no sentir ni de lejos la violencia, el crimen, la pobreza, el desarraigo; tiempo donde pareciera que decir paz  es igual a observar un  vacío sin horizonte, como el escuchar una palabra  sin fondo, como una palabra sin foco, pues no tiene nada que nos rodee, no enseñe y que apunte a ello.
Las ciudades  miden su calidad de vida por la tranquilidad que expiden en su entorno.  Cuando  vemos las ciudades latinoamericanas  no podemos decir que sean  reductos de vida y creatividad, de acogimiento y  desarrollo  ni en lo colectivo ni como ser individual. El habitante de esos nichos de pasto humano lo único que piensa, cuando llega a su casa a final del día, es que se ha vivido un día más a salvo, en que se sobrevivió a la emboscada, a la pobreza, a la envidia, al absurdo,  y puede medio descansar ocultando el temor bajo la manta para darle la cara a otro día en que  nos  recibirá con las mismas angustias del anterior, reforzando la cultura de  sobreviviente más no de paz. 
Siempre cuando transito por las calles  noto un artilugio común en las  viviendas, presente desde el acomodo habitacional en los llamados barrios como hasta en los búnkeres  de los acomodados  cosmopolitas ciudadanos, y es que todos tienen un elemento común imprescindible: la reja, el enrejado, símbolo de la separación, de lo mío y no de lo tuyo, de la  desigualdad, del  miedo encapsulado como sardinas  en lata, de los ratones en la ratonera;  rejas en las ventanas, en las puertas, en los balcones, en los patios: lo mejor de una cárcel hecha a su medida. La reja se convierte en el símbolo de la violencia perpetua, de  lo desprotegido que nos sentimos, de lo inerme que se está, de la defensa de lo poco (o mucho) que se tiene ante el terror de lo que pudieran hacer los muchos desesperados.  
La violencia es  nuestra apuesta a seguir siendo degradados. Así que  comenzar por una cultura de paz  es comenzar a defender  nuestro estilo de vida en compromiso con los demás y con el mundo.  Lo demás es la hipocresía creciente,  el sentimiento de compasión cristiana que  se exhibe con la mirada de rapiña perpetua, diciendo que  se vive para el bien común.
Nuestros hijos, aunque no estén conscientes mucho de ello, y no han sufrido una guerra masiva,  serán los seres crecidos desde su niñez entre rejas; los hijos de ciudades encarceladas; producto de una vida que se les enseñó a estar atemorizados  y esclavizados por  una hipócrita cultura de la paz que se esgrime con un arma en una mano y en la otra se sostiene una   bondad  de careta. Serán hijos de la noche,  de una violencia de la que surgen, de una violencia  en la que viven, de una violencia por la que mueren.

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