Las
rejas de la violencia
David De los Reyes
Los tiempos
han sido violentos, y el hombre ha convertido al tiempo en violento y la vida en
violencia. Entre el desconcierto de las
naciones los dirigentes políticos han apostado una y otra vez a la violencia.
Cuando se acobija bajo el ideario de
cambios sociales lo primero que se
apunta es a tomar el catecismo marxista,
pasar por toda la monserga de la toma del poder por las armas y de tener
la esperanza de alcanzar el éxito político del poder estatal cual si fuesen
héroes sacados de una mala película hollywoodense o mexicana. Hasta ahí llega su película,
luego no se ven más los destrozos civiles y la incompetencia para abonar una
buena vida humana. En donde el gran ganador es el traficante de armas.
Y La
violencia sigue. Es el único modo de ser para los hombres de poder. Ella se expande y se agita. Se traspasa como virus
global letal y se convierte en la causa de
muchachos con ojos idos, vacíos porque el mundo no les ha proporcionado sino armas, fracaso,
rechazo, inclemencia y abandono: un
escombro humano más.
La violencia
dicen que es partera de la historia, pero la historia más que partera es la justificación del crimen por otros medios,
es decir, ideales que no cuajan y hombres que
se creen cuasi-dioses, ocultando
y aparentando que no huelen la podredumbre humana y ni a su propia
humanidad. Ellos son cuerpos en
descomposición, enfermos de ego, ignorantes por
vanidad, limitando el cerco de la
creatividad en la medida que creen
poseer el control absoluto de todo y de los otros: su único afán: cultivo del
terror interno bajo su piel. Cuerpos en salas de tratamiento intensivo.
La violencia
está en toda esquina. En mi país la
violencia saca del río de la vida humana, por la medida chiquita, alrededor de
doce mil ciudadanos anuales. En una guerra de baja intensidad quizá sea
menor el costo respecto a ese número estadístico.
Y a pesar de ello se tiene la idea que se vive dentro de cierta
civilidad porque la gente trabaja, ¡y trabaja de verdad!, o porque funcionan las sempiternas comunicaciones y
nos dictan el menú diario de temas de
conversación que tenemos que tener en la punta de la lengua al encontrarnos con
los que se habituaron a nuestra compañía porque no queda otra.
Pero
el látigo sigue ahí, en todo momento. Los ilusos, aquellos poseídos con el tufo del
amor cristiano, nos hablan de una cultura de paz y es propio de
hombres que aprendieron a vivir en la comodidad del estatus amueblados en la cobardía o en la sociedad de consumo sin
mayores arraigos que más consumo: la gente de marketing sabe mucho de eso. La cultura
de paz sólo se puede obtener cuando nos
hemos preparado para defender esa condición de vida no enunciándola sino
poniendo en la realidad cotidiana de nuestras vidas y quehaceres con los otros;
en colocarla sobre las manos para tomar las
condiciones requeridas para su existencia y realmente sentir la tranquilidad
creativa de la alegría humana y no sentir ni de lejos la violencia, el crimen,
la pobreza, el desarraigo; tiempo donde pareciera que decir paz es igual a observar un vacío sin horizonte, como el escuchar una
palabra sin fondo, como una palabra sin foco, pues no tiene nada
que nos rodee, no enseñe y que apunte a ello.
Las
ciudades miden su calidad de vida por la
tranquilidad que expiden en su entorno. Cuando
vemos las ciudades latinoamericanas no podemos decir que sean reductos de vida y creatividad, de
acogimiento y desarrollo ni en lo colectivo ni como ser individual. El
habitante de esos nichos de pasto humano lo único que piensa, cuando llega a su
casa a final del día, es que se ha vivido un día más a salvo, en que se
sobrevivió a la emboscada, a la pobreza, a la envidia, al absurdo, y puede medio descansar ocultando el temor
bajo la manta para darle la cara a otro día en que nos
recibirá con las mismas angustias del anterior, reforzando la cultura
de sobreviviente más no de paz.
Siempre
cuando transito por las calles noto un artilugio
común en las viviendas, presente desde
el acomodo habitacional en los llamados barrios como hasta en los búnkeres de los acomodados cosmopolitas ciudadanos, y es que todos
tienen un elemento común imprescindible: la reja, el enrejado, símbolo de la
separación, de lo mío y no de lo tuyo, de la
desigualdad, del miedo
encapsulado como sardinas en lata, de
los ratones en la ratonera; rejas en las
ventanas, en las puertas, en los balcones, en los patios: lo mejor de una
cárcel hecha a su medida. La reja se convierte en el símbolo de la violencia
perpetua, de lo desprotegido que nos
sentimos, de lo inerme que se está, de la defensa de lo poco (o mucho) que se
tiene ante el terror de lo que pudieran hacer los muchos desesperados.
La
violencia es nuestra apuesta a seguir
siendo degradados. Así que comenzar por
una cultura de paz es comenzar a
defender nuestro estilo de vida en
compromiso con los demás y con el mundo.
Lo demás es la hipocresía creciente,
el sentimiento de compasión cristiana que se exhibe con la mirada de rapiña perpetua,
diciendo que se vive para el bien común.
Nuestros
hijos, aunque no estén conscientes mucho de ello, y no han sufrido una guerra
masiva, serán los seres crecidos desde
su niñez entre rejas; los hijos de ciudades encarceladas; producto de una vida que
se les enseñó a estar atemorizados y
esclavizados por una hipócrita cultura
de la paz que se esgrime con un arma en una mano y en la otra se sostiene una bondad
de careta. Serán hijos de la noche,
de una violencia de la que surgen, de una violencia en la que viven, de una violencia
por la que mueren.
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