sábado, 24 de diciembre de 2011


Del Ciudadano y la virtud
David De los Reyes



Aristóteles en su libro III de la Política  hace una reflexión y exposición sobre lo que debe ser un ciudadano y su cuota de virtud y participación para con la ciudad o Estado al que pertenece. La idea de construir ciudadanía siempre está presente en muchos de los discursos demagógicos de las democracias actuales. Discursos que no escatiman en nombrar los planes requeridos para lleva a cabo ese plan de moralidad individual. Sin embargo al leer al filósofo griego y relacionar sus planteamientos con lo que observamos en cualquier país tercermundista (y de primer mundo igual), notamos la imposibilidad de ser ciudadanos por la constante obstaculización de llevar a cabo los mínimos requerimientos de reconocimiento de los derechos humanos. Entremos en las ideas aristotélicas.
Aristóteles se hace una pregunta con la que da partida para su reflexión acerca del tema: ¿Es la  misma virtud la de un hombre bueno que la de un buen ciudadano? Se pregunta si la virtud  del hombre bueno y al buen ciudadano es la misma. El fin que deben cumplir los ciudadanos es defender y salvaguardar a la comunidad; siendo la comunidad según su constitución, necesariamente la virtud del ciudadano  habrá de ser relativa a la constitución que  funda el hecho político de la ciudad, 1276b/30. La constitución es la que funda a la ciudad y, por consecuencia, la virtud del ciudadano necesariamente dependerá relativamente en función al tipo de constitución. Se entiende que no hay una sola virtud perfecta del buen ciudadano por tal condición, lo cual es distinto al referirse a la virtud del hombre bueno, la cual debe ser una sola y perfecta según la visión aristotélica (idem); por tanto no es igual ni la misma virtud respecto a la ciudadanía y al hombre de bien. En una supuesta ciudad perfecta la virtud debe ser perfecta para toda la comunidad pero si esto es prácticamente imposible, menos posible será que todo hombre sea un individuo de bien, a no ser que se exija, impositivamente y por tanto imposible, que todos los de la ciudad deban ser hombres de bien. Los verdaderos ciudadanos, para Aristóteles, se ocuparán de la guerra, del gobierno y del culto. Por naturaleza, puesto que estas funciones requieren diferentes virtudes (el guerrero debe tener fuerza, el juez y el legislador deben poseer  sensatez) deberían distribuirse entre diferentes personas; pero los guerreros soportarían difícilmente tal situación, puesto que, al poseer la fuerza militar, pretenderían en todo caso ejercer asimismo el poder político. Las mismas personas ejercitarán  estas misiones en períodos diferentes: “(…) la naturaleza quiere que los jóvenes tengan fuerza y los viejos sensatez, así pues es útil y justo dividir los poderes políticos teniendo en cuenta este hecho” (Pol. 14 9, 1329ª 14-17).
Sin embargo nuestro pensador impone una discriminación respecto de quiénes pueden hacerse ciudadanos. En una ciudad que tiende a ser perfecta en su dinámica política no debe permitir hacerse ciudadanos a los jornaleros (obreros, trabajados, etc.) y a los esclavos; si esto es posible se verá resquebrajada la virtud ciudadana, pues una de las condiciones para poder conocer dicha virtud es que los ciudadanos sean hombres libres y en el mundo griego sólo serán aquellos  que están exentos de trabajo necesarios a la vida (1278/10). Los hombres serán libres en la medida que no desempeñan trabajos en servicio de un particular, los cuales o son esclavos por un lado y si son asalariados  pertenecen a la comunidad de obreros o labradores. De esta manera los ciudadanos  serán personas acomodadas y, puesto que los campesinos, los obreros y los comerciantes se encargan  de proporcionar todo lo que se precisa para satisfacer las necesidades materiales, aquellos dispondrán  de todo el tiempo necesario para el ejercicio de la virtud y para desarrollar plenamente una vida feliz. De esta forma el vivir bien y la felicidad sólo se concederán al restringido  número de los ciudadanos; todos los demás hombres, que viven también en la ciudad y trabajan en ella, quedarán reducidos a simples condiciones necesarias para la vida feliz de los demás y se verán condenados a llevar una vida infrahumana (Reale 1985:121).
 El buen ciudadano debe aceptar la disposición a cambiar de posición respecto al espacio político en que se encuentra, es decir, aceptar ser gobernado  o ser gobernante;  en ser mandado o en mandar de forma alternativa: la virtud del ciudadano consiste en poder hacer bien ambas cosas (ibid:1277ª/29). Situación que varía respecto a la del amo y esclavo, siento el primero ciudadano y el otro no; como también en ciertas polis la clase trabajadora no participó del gobierno en la medida en que no se instaure una democracia radical en la ciudad, única manera en que entonces todos participaran del gobierno (ibid:1277b). Advierte que no se puede mandar bien sin antes no haber obedecido.  Pero definitivamente el buen ciudadano debe haber aprendido tanto la capacidad para el mando como para la obediencia. Esta es la virtud del ciudadano: ser entendido en el gobierno de los hombres libres en uno y otro respecto (idem, 10). Y sobre todo ello se observa cuando la ciudad está constituida  sobre la base de la igualdad isonómica, en que por semejanza los ciudadanos aceptan a mandar por turno. Para el Estagirita este fue el sistema natural que hubo al principio de las comunidades políticas, en la que se servía por turno a la ciudad, después otro lo haría;  se tendría como gobernante el estar preocupado por el bien del otro pues luego el otro sería el que llevaría a cabo el establecer el orden del bienestar común (1279ª/10). Siendo ciudades con constituciones dignas aquellas que preservan el bien de todos; las que sólo defienden el interés particular de los gobernantes son las erradas, las desviadas, despóticas o degeneradas (Platón).
Con estas palabras tomadas de la Política de Aristóteles  estamos comprendiendo qué significó –y puede seguir significando- para muchas naciones, regiones y ciudades la condición de ser ciudadano, la cual, hasta en sus discriminaciones, pareciera seguir manteniéndose hoy pues, extranjeros trabajadores y otras personas,   permanecen sin tener reconocimiento de participación ciudadana, aún así provean de mayor riqueza y bienestar que muchos de los nativos, que viven en un parasitismo estatal pronunciado, sin mayor responsabilidad y compromiso  con el conjunto social y de mejorar el hábitat en que viven.

Bibliografía
Aristóteles, 1963: Política. UNAM. México.
                    1973: Obras Completas. Aguilar. Madrid.
Reale, G. 1985: Introducción a Aristóteles. Ed. Herder. .Barcelona
 

martes, 20 de diciembre de 2011


El mecanismo del sufrimiento
David De los Reyes

 

La inmensa mayoría de individuos  sólo hablan de sufrimiento.  Anhelan la felicidad, albergan esperanzas de encontrar la tierra prometida, se dan a la tarea de intentar mejorar a los otros pero nunca vuelven caras hacia sí mismos.  Los mejores de estos especímenes lo encontramos en los políticos y en los sacerdotes. Ambos venden esperanza, ambos se nutren del engaño, ambos viven del sufrimiento, de eso sí están claros. De ahí que el sufrimiento es la condición necesaria para establecer fuertes gobiernos incapaces a fuerza de nutrir un horizonte  que cada día se aleja más de la realidad  del mundo; en el caso de los religiosos de manejar el sufrimiento en base a declaraciones llenas de ignorancia, de autoridad y manipulación del sufrimiento. Pero la ignorancia domina al mundo, qué le vamos a hacer.
El sufrimiento  tiene un mecanismo particular: nutre al ego.  A mayor ego mayores desdichas.  Es la condición del  ser común de los hombres. Sólo se sienten que son algo o viven  gracias a alimentar en todo instante su mirada sufriente contra el mundo. No conocen su origen sufriente, no quieren conocerlo tampoco; se lanzan contra lo primero que encuentren, sin lanzarse contra sí mismos y ver a qué huele su conciencia. La desdicha  que cargan a toda hora los hace sentir que son especiales, requieren la lástima de los otros y los otros les complace cuidar la lástima de aquellos, sin terminar nunca esa cadena, para permanecer frenados en ese escalón de la existencia. Sin sufrimiento no serían. Pareciera que la serenidad se encuentra en una especia de no-ser más que de ser. El mundo en conjunto nos muestra infinitas formas de existencia tranquila. En el reino animal los animales no sufren metafísicamente, si acaso el dolor por  enfermedad o accidentes, cosa que los humanos compartimos con ellos de igual forma, pero no poseen el sufrimiento que es la carga humana que la mayoría  arraiga en su ser. Son sólo porque sufren, he ahí su virtud, he ahí su existencia condenada. Pudiéramos decir, remedando cartesianamente, que soy porque sufro. La desdicha pareciera convertir al hombre en algo especial, extraordinario, único.
Gracias a la desdicha, como niños que para tener la atención de sus padres se portan o se sienten mal, los hombres  encuentran la atención de los otros; así los cuidan, los protegen, alejan cualquier hostilidad a la persona desdichada. Y es como adquiere sentido su vida. Hablar de todo lo malo que ven, de todo lo desdichado que se sienten, de todo el malestar, del abandono de las instituciones, de lo mal que funciona todo, del desamparo  en que nadan, del martirio  de la época en que les ha tocado vivir... La lista puede ser infinita. Escuchar cualquier conversación  de la calle en el país en que vivo no deja de arrojar un buen porcentaje de sufrimiento permanente y, claro, la desdicha siempre viene del exterior, del otro; quedan incapaces de actuar sobre su propia mente o su conciencia y asumir la vida desde su propia convicción de superar toda carga de negatividad, de freno, de respirar su propia libertad individual.
Vivir en el sufrimiento es propio de toda vida fácil. No hay que hacer nada. Sólo esperar a que pase el idiota que me cuide, me quieran y me den palabras de esperanzas.  Ambos forman el binomio de la esclavitud humana. La cultura tradicional se encarga de que absorbamos todo lo malo y no aspirar nunca a lo bueno. Siempre están atentos de ver de dónde  viene el dardo que herirá (molestará) su ego, lo cual ya será motivo de seguir nutriendo su ser sufriente.  La condición humana pareciera que nunca experimentará  estados de sosiegos y tranquilidad colectivos.  Encontrar cierta serenidad y aceptación en nuestro vivir será permanentemente una riesgosa decisión individual; la felicidad es lo más peligroso en un mundo de sufrientes: la niegan a como dé lugar. La masa sólo aspira a contener desdichados. Un individuo pleno es sospechoso. Ser desdichado cumple con la carta de la cultura en general, sea cual sea esta cultura. 
El sufrimiento humano aparece por la constante flojera de  cada uno de nosotros en darse la tarea de filosofar (explorar!), sobre la condición individual de la mente humana. La mente sólo crea ilusiones, como bien lo han dicho hombres como el iluminado Buda y hasta el explorador del sufrimiento, como lo fue Nietzsche.  Aprender a filosofar es comprender en cómo ir separándonos del apego al sufrimiento como condición de vida. He ahí una materia siempre pendiente  que pocos aprenden a superar. 

lunes, 12 de diciembre de 2011



De aguas terrestres
David De los Reyes





Los cambios climáticos de la tierra producidos por el efecto invernadero (capa de ozono y otros),  gracias a la emisión de gases a nivel mundial por el desarrollo industrial, al parque automotor y las grandes plantaciones intensivas de alimentos (como el arroz: excelente productor de  abundante gas metano), han ido cambiando los  comportamientos climáticos y la precipitación de la cantidad de agua en  los continentes y, por consecuencia, moldeando la vida  terrestre de todo organismo vivo en general (los animales también no son menos afectados, todo gracias a la mano humana).
América del Sur,  en los países que componen su zona tórrida, como es  en la que se encuentra Venezuela,  se ha visto acechada por constantes lluvias en tiempos que deberían  cumplir otro  estatus climático  respecto a su momento y por sus ritmos naturales; la tierra, como lo dijo el científico inglés Lovelock hace ya unas cuantas décadas, es un organismo vivo. Las lluvias se han sentido prácticamente todo el año que ahora termina (2011), y han venido formando por acumulación y evolución, estragos permanentes;  catástrofes no sólo en lo referente al entorno natural sino, sobre todo, a los espacios de las comunidades humanas, llevando a establecer un número creciente de damnificados de manera alarmante a todo nivel social.   Y si esto que pasa aquí podemos trasladarlo de forma parecida a Centro América también.
Para los estados democráticos, y las sociedades que se prestan a calificarse con dicho orden, tienen como deber prestar  ayuda y solidaridad  en dichos casos, sin que las ayudas vengan a establecer una relación de dependencia y sometimiento permanente en los ciudadanos  afectados; se trata de reducir la intensidad y presencia de la realidad del sufrimiento por fenómenos climáticos. Se requieren soluciones efectivas ante la dignidad de las personas y así enderezar y poder continuar con los quehaceres cotidianos, superando los accidentes fortuitos que pueden surgir a todos.  La solidaridad humana debería estar presente como una condición insoslayable sin  factura política o color partidista. Pero vemos que en los gobiernos demagógicos  tales condiciones se utilizan para establecer una vez más las bondades hipócritas de gobernantes, ofrecimientos de licitaciones  sustanciosas  que justifican presupuestos que terminan no cumpliendo con lo ofrecido en tanto obra y ayuda pública efectiva a costa de las tragedias de los otros  y ser reconocidos por una bondad falsa. Lo cual realmente es un crimen que poco se conoce y se enjuicia.
Bien es sabido el caso del deslave del Estado de Vargas (Venezuela) en el año 2000, cuando el país se encontraba en ascuas por las lluvias y había votaciones en ciernes que favorecían al ejecutivo de turno.  Y la tragedia de Vargas fue la tragedia de Vargas, donde aún no sabemos cuántas personas civiles perdieron no sólo sus viviendas (irrecuperables al día de hoy), e infraestructura urbana sino las vidas humanas que desaparecieron de la noche a la mañana.  
En aquel momento se invocaron frases de  personajes históricos propios del fetichismo patriótico de  esta región. Como aquella frase manida de si la naturaleza se opone lucharemos contra ella. Sin embargo cuando la naturaleza se manifiesta nadie puede oponérsele. En la obra Los ocho libros de cuestiones naturales del pensador clásico íbero romano Séneca puede que sean aún oportuna  rescatar algunas de sus observaciones respecto al curso de las aguas; ante tanta soberbia e ignorancia tropical quizás sus palabras sean más  pertinentes y precisas ante el avasallante entorno líquido  en que hemos pasado a vivir de forma permanente en muchos lugares  hoy: Nada hay difícil a la naturaleza, sobre todo  cuando tiene  empeño en destruirse[1].  La frase advierte que la naturaleza no tiene reparo moral pues ella si decide destruirse   no economiza fuerzas; se reglamenta a sí misma y actúa mediante insensibles  crecimientos. Por ello  más que  oponérsele, como dicen los ecos de ciertos delirios de grandeza patriótica,  se debe proceder en comprenderla, conocerla científicamente, en dialogar hasta intuitivamente a veces con ella, en prevenir y proyectar respecto a los cambios climáticos lo que se deba y, si llega lo peor, una  vez consumado la catástrofe natural proceder a reparar lo más rápidamente posible de forma solidaria y mediante la coordinación civil,  gubernamental y la ayuda global, la recuperación de los lugares y grupos humanos destrozados. En ello Japón este año ha dado muestras de eficiencia  única en restablecer lo afectado por el Tsunami.
En Venezuela, en cambio, más por retórica que por capacidad técnica en los responsables de gobierno ante ello,  aún siguen afectados muchos ciudadanos por el deslave de Vargas, y no digamos  los nuevos que han visto en estos meses cambiar sus vidas de manera casi instantánea con  el continuo de las lluvias y las posibles fracturas naturales de los cauces de ríos y del aflojamiento de taludes, en que la necesidad humana ha colocado viviendas sin conciencia sino por desesperación y facilidad.  La responsabilidad inmediata y legal de ello estaría en los ministerios y sus direcciones pertinentes, que deberían desempeñar la custodia de ecosistemas y el estudio de los espacios  urbanizables de manera efectiva, cosa que  la vista populista de los gobernantes  en la historia de antes y de ahora en este país nunca ha tenido en cuenta.  De ahí que sigamos en lo mismo. Cada año que pase será un año de catástrofes y de damnificados. 
Quizás estamos estrenando una nueva cultura móvil inhumana, la del damnificado (distinta a la del nómada), aquel individuo que no tiene arraigo  ni hogar por la pérdida por catástrofes naturales (e inducidos por la mano humana) de su habitad, y su vida siempre pende de un hilo, y  no sólo por expresarse la naturaleza con toda su intensidad ante los desaguisados del desarrollo humano global y la irresponsabilidad nacional, sino porque la naturaleza de la fuerza humana ha hecho que se desate la violencia de forma permanente.  Nuestro mundo de aguas  incontroladas y de violencias desatadas gracias al progreso consumista  no nos deja la calma para el solaz de una vida humana.  Aunque siempre queda intentarlo, a pesar que la naturaleza  (natural y humana) se oponga a ello.


[1] En el caso del agua como elemento terrestre, las mentes esclarecidas de la antigüedad, como Tales, ya advertía que  era el más poderoso de los elementos, colocándola como el primero de todos; a la par que es el origen o comienzo de la vida (y no por la gracia de los dioses…).   Séneca, en el referido y olvidado texto Las ocho libros sobre cuestiones naturales (1948, Ed. Espasa-Calpe, Madrid),  no escatima hablar del agua en  dos capítulos del mismo: Acerca de las aguas terrestres y Sobre el Nilo. Texto que aún hoy no es de menos interés que en la antigüedad, pues toca a la complejidad del agua de forma amplia y hoy es aún más acucioso saber qué se ha pensado en torno al elemento  más poderoso, por  toda la problemática del agua como factor insustituible para la vida,  el cual  debemos observarla no desde la abundancia sino de escasez.

lunes, 5 de diciembre de 2011


Crisis y universidad
David De los Reyes


 


Se ha dicho que las universidades no se han adaptado a los tiempos cambiantes   respecto a la velocidad con que las necesidades humanas de formación y creación de conocimiento exigen en un mundo informatizado. Como bien se repite sabemos que las universidades están en crisis. Crisis en los pensum, en  el tipo de carreras, en los presupuestos, en su autonomía, en su matrícula, en la formación de sus inscritos, en la condición de los profesores. Un remolino de carencias impera y trastoca toda tranquilidad académica,  a esos jardines de la investigación  y del conocimiento por los que transitaron antaño los creadores de esas magnificas instituciones del saber.  Hoy uno escucha seguidamente las voces en los pasillos de las universidades y se da cuenta de que los profesores,  y el personal administrativo, no están a gusto con lo que hacen, con los que tienen de alumnos, con lo que obtienen de honorarios por sus conocimientos. Los estudiantes, con los profesores que exigen separarlos de la pantalla de su blackberry o de su laptop conectada a su grupo  o al último juego cibernético  del momento.  Todo ello nos lleva a tener que desentrañar una paradoja, en la llamada sociedad del conocimiento los que deben producir permanentemente conocimiento son los menos favorecidos material y espiritualmente  y también por los menos reconocidos. Pero la pregunta que habría que seguir a esa situación paradojal  es quiénes  producen conocimiento y qué tipo de conocimiento se está desarrollando en dichos planteles. Es sabido que no todos los profesores producen conocimiento o tienen una línea de investigación; se necesitan  también buenos docentes para transmitir una tradición y una línea de conocimiento. Pero exceptuando a estos, apenas de la plantilla profesoral  en una universidad del tercer mundo quienes tienen vocación de indagar y proponerse fenómenos y hechos a estudiar son muy pocos  y el resto les queda poco tiempo para dedicarle su reducido tiempo libre al campo científico, luego de recorrer un buen número de planteles, colegios y universidades donde dan clases para llegar a fin de mes y el pago de las deudas normales. La investigación  queda reducida a unos pocos y esos pocos, por la concepción populista de la mayoría de estas universidades, deben estar sometidos al régimen igualitario de la plantilla  de los honorarios, sin reconocer méritos y diferencias.
La crisis universitaria,  que desde  que entré a una universidad como estudiante de pregrado y hasta ahora como profesor dentro de ellas, siempre  he escuchado alternarse dicha crisis, en unos tiempos más o en otros tiempos menos.   La crisis  ha llegado para permanecer y convivir con un  alto grado  de incertidumbre;  la crisis se mantendrá, y más en un mundo en que pareciera que el cerco de internet, los medios, las empresas y las instituciones gubernamentales le dedican menos atención que antes a lo que pasa dentro de ellas.
La crisis universitaria no sólo  surge por la relación con las dependencias institucionales con lo exterior (gobierno, entes públicos, políticas etc.), sino desde el mismo seno de  la plataforma administrativa académica universitaria.  Quizás los tiempos no están  para conocimientos reposados, librescos, eruditos (qué lástima!) y la idea de conocimiento haya transmutado a  crear  profesionales que sepan manipular más un software que una relación entre conceptos. Se premia más lo primero que esto último.  Como en todas las épocas, quien piensa y se separa del común siempre es sospechoso, quien se convierte en apéndice de un archivo digital y sus despliegues es el  gran investigador inteligente. El mundo cambia y cambian las condiciones, las herramientas por las que se han forjado las universidades; hoy imperan las modas  surgidas  por graduados en educación sin tener idea de las áreas que le imponen sus planes de estudio.
En regímenes militares y autoritarios  lo primero que atacan es a la inteligencia, a la creatividad, a la disidencia, al conocimiento  buscando arrodillar el saber a los intereses no de un pueblo o una sociedad sino a determinados lineamientos ideológicos o personalismos  que se consideran eternos. No hay peor  ambiente para el conocimiento que una universidad que ha perdido su autonomía de cátedra, su autonomía de  posición académica, de observación, de opinión ante  la dirección autoritaria que  todo régimen militarista quiere imponer.  Una ciencia cortada para el dominio y la guerra, una profesionalidad  construida para el servilismo, una tecnología para el control de la naturaleza humana, unas humanidades para  una mejor manipulación de las consciencias es lo que pareciera emerger en muchas instituciones universitarias. En apoyar a un conocimiento y pensamiento único para la mejor manipulación  ingenieril de todos los  ciudadanos convertidos en corderitos.
Si las universidades claudican su autonomía, si no abren los ojos y si los que la conforman  no  tienen mayores valores que  esperar que les suban un sueldo y no pelear por  que sean reconocidos en su dignidad y su creatividad, su  profesionalidad y su capacidad de investigación, esos mismos profesores y estudiantes, podemos agregar también, tendrán sus días contados. Días  en que   seguirán viviendo como un cuerpo vegetando en una sala de cuidados intensivos, sin mayor esperanza y mejor diagnóstico, de una muerte académicamente segura.