De aguas terrestres
David De los Reyes
Los
cambios climáticos de la tierra producidos por el efecto invernadero (capa de
ozono y otros), gracias a la emisión de
gases a nivel mundial por el desarrollo industrial, al parque automotor y las
grandes plantaciones intensivas de alimentos (como el arroz: excelente
productor de abundante gas metano), han
ido cambiando los comportamientos
climáticos y la precipitación de la cantidad de agua en los continentes y, por consecuencia,
moldeando la vida terrestre de todo
organismo vivo en general (los animales también no son menos afectados, todo
gracias a la mano humana).
América
del Sur, en los países que componen su
zona tórrida, como es en la que se
encuentra Venezuela, se ha visto
acechada por constantes lluvias en tiempos que deberían cumplir otro
estatus climático respecto a su
momento y por sus ritmos naturales; la tierra, como lo dijo el científico
inglés Lovelock hace ya unas cuantas décadas, es un organismo vivo. Las lluvias
se han sentido prácticamente todo el año que ahora termina (2011), y han venido
formando por acumulación y evolución, estragos permanentes; catástrofes no sólo en lo referente al entorno
natural sino, sobre todo, a los espacios de las comunidades humanas, llevando a
establecer un número creciente de damnificados de manera alarmante a todo nivel
social. Y si esto que pasa aquí podemos
trasladarlo de forma parecida a Centro América también.
Para
los estados democráticos, y las sociedades que se prestan a calificarse con
dicho orden, tienen como deber prestar
ayuda y solidaridad en dichos
casos, sin que las ayudas vengan a establecer una relación de dependencia y
sometimiento permanente en los ciudadanos afectados; se trata de reducir la intensidad y
presencia de la realidad del sufrimiento por fenómenos climáticos. Se requieren
soluciones efectivas ante la dignidad de las personas y así enderezar y poder continuar
con los quehaceres cotidianos, superando los accidentes fortuitos que pueden
surgir a todos. La solidaridad humana
debería estar presente como una condición insoslayable sin factura política o color partidista. Pero vemos
que en los gobiernos demagógicos tales
condiciones se utilizan para establecer una vez más las bondades hipócritas de
gobernantes, ofrecimientos de licitaciones
sustanciosas que justifican
presupuestos que terminan no cumpliendo con lo ofrecido en tanto obra y ayuda pública
efectiva a costa de las tragedias de los otros y ser reconocidos por una bondad falsa. Lo cual realmente es un crimen que poco se conoce y
se enjuicia.
Bien
es sabido el caso del deslave del Estado de Vargas (Venezuela) en el año 2000,
cuando el país se encontraba en ascuas por las lluvias y había votaciones en
ciernes que favorecían al ejecutivo de turno.
Y la tragedia de Vargas fue la tragedia de Vargas, donde aún no sabemos
cuántas personas civiles perdieron no sólo sus viviendas (irrecuperables al día
de hoy), e infraestructura urbana sino las vidas humanas que desaparecieron de
la noche a la mañana.
En aquel
momento se invocaron frases de
personajes históricos propios del fetichismo patriótico de esta región. Como aquella frase manida de si
la naturaleza se opone lucharemos contra ella. Sin embargo cuando la naturaleza se manifiesta nadie puede
oponérsele. En la obra Los ocho libros de
cuestiones naturales del pensador clásico íbero romano Séneca puede que sean
aún oportuna rescatar algunas de sus observaciones
respecto al curso de las aguas; ante tanta soberbia e ignorancia tropical quizás
sus palabras sean más pertinentes y
precisas ante el avasallante entorno líquido
en que hemos pasado a vivir de forma permanente en muchos lugares hoy: Nada
hay difícil a la naturaleza, sobre todo
cuando tiene empeño en destruirse[1]. La frase advierte que la naturaleza no tiene
reparo moral pues ella si decide destruirse
no economiza fuerzas; se reglamenta a sí misma y actúa mediante
insensibles crecimientos. Por ello más que
oponérsele, como dicen los ecos de ciertos delirios de grandeza
patriótica, se debe proceder en
comprenderla, conocerla científicamente, en dialogar
hasta intuitivamente a veces con ella, en prevenir y proyectar respecto a los
cambios climáticos lo que se deba y, si llega lo peor, una vez consumado la catástrofe natural proceder
a reparar lo más rápidamente posible de forma solidaria y mediante la
coordinación civil, gubernamental y la ayuda
global, la recuperación de los lugares y grupos humanos destrozados. En ello
Japón este año ha dado muestras de eficiencia
única en restablecer lo afectado por el Tsunami.
En
Venezuela, en cambio, más por retórica que por capacidad técnica en los
responsables de gobierno ante ello, aún
siguen afectados muchos ciudadanos por el deslave de Vargas, y no digamos los nuevos que han visto en estos meses
cambiar sus vidas de manera casi instantánea con el continuo de las lluvias y las posibles
fracturas naturales de los cauces de ríos y del aflojamiento de taludes, en que
la necesidad humana ha colocado viviendas sin conciencia sino por desesperación
y facilidad. La responsabilidad inmediata
y legal de ello estaría en los ministerios y sus direcciones pertinentes, que
deberían desempeñar la custodia de ecosistemas y el estudio de los
espacios urbanizables de manera efectiva,
cosa que la vista populista de los
gobernantes en la historia de antes y de
ahora en este país nunca ha tenido en cuenta.
De ahí que sigamos en lo mismo. Cada año que pase será un año de
catástrofes y de damnificados.
Quizás
estamos estrenando una nueva cultura móvil inhumana, la del damnificado
(distinta a la del nómada), aquel individuo que no tiene arraigo ni hogar por la pérdida por catástrofes naturales
(e inducidos por la mano humana) de
su habitad, y su vida siempre pende de un hilo, y no sólo por expresarse la naturaleza con toda
su intensidad ante los desaguisados del desarrollo humano global y la
irresponsabilidad nacional, sino porque la naturaleza de la fuerza humana ha
hecho que se desate la violencia de forma permanente. Nuestro mundo de aguas incontroladas y de violencias desatadas
gracias al progreso consumista no nos deja la calma para el solaz de una vida
humana. Aunque siempre queda intentarlo, a pesar que la
naturaleza (natural y humana) se oponga
a ello.
[1]
En el caso del agua como elemento terrestre, las mentes esclarecidas de la antigüedad,
como Tales, ya advertía que era el más poderoso de los elementos,
colocándola como el primero de todos; a la par que es el origen o comienzo de
la vida (y no por la gracia de los dioses…).
Séneca, en el referido y olvidado texto Las ocho libros sobre cuestiones naturales (1948, Ed. Espasa-Calpe,
Madrid), no escatima hablar del agua en dos capítulos del mismo: Acerca de las aguas terrestres y Sobre el Nilo. Texto que aún hoy no es de menos interés que en la antigüedad,
pues toca a la complejidad del agua de forma amplia y hoy es aún más acucioso
saber qué se ha pensado en torno al elemento
más poderoso, por toda la problemática del agua como factor
insustituible para la vida, el cual debemos observarla no desde la abundancia sino
de escasez.
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