lunes, 12 de diciembre de 2011



De aguas terrestres
David De los Reyes





Los cambios climáticos de la tierra producidos por el efecto invernadero (capa de ozono y otros),  gracias a la emisión de gases a nivel mundial por el desarrollo industrial, al parque automotor y las grandes plantaciones intensivas de alimentos (como el arroz: excelente productor de  abundante gas metano), han ido cambiando los  comportamientos climáticos y la precipitación de la cantidad de agua en  los continentes y, por consecuencia, moldeando la vida  terrestre de todo organismo vivo en general (los animales también no son menos afectados, todo gracias a la mano humana).
América del Sur,  en los países que componen su zona tórrida, como es  en la que se encuentra Venezuela,  se ha visto acechada por constantes lluvias en tiempos que deberían  cumplir otro  estatus climático  respecto a su momento y por sus ritmos naturales; la tierra, como lo dijo el científico inglés Lovelock hace ya unas cuantas décadas, es un organismo vivo. Las lluvias se han sentido prácticamente todo el año que ahora termina (2011), y han venido formando por acumulación y evolución, estragos permanentes;  catástrofes no sólo en lo referente al entorno natural sino, sobre todo, a los espacios de las comunidades humanas, llevando a establecer un número creciente de damnificados de manera alarmante a todo nivel social.   Y si esto que pasa aquí podemos trasladarlo de forma parecida a Centro América también.
Para los estados democráticos, y las sociedades que se prestan a calificarse con dicho orden, tienen como deber prestar  ayuda y solidaridad  en dichos casos, sin que las ayudas vengan a establecer una relación de dependencia y sometimiento permanente en los ciudadanos  afectados; se trata de reducir la intensidad y presencia de la realidad del sufrimiento por fenómenos climáticos. Se requieren soluciones efectivas ante la dignidad de las personas y así enderezar y poder continuar con los quehaceres cotidianos, superando los accidentes fortuitos que pueden surgir a todos.  La solidaridad humana debería estar presente como una condición insoslayable sin  factura política o color partidista. Pero vemos que en los gobiernos demagógicos  tales condiciones se utilizan para establecer una vez más las bondades hipócritas de gobernantes, ofrecimientos de licitaciones  sustanciosas  que justifican presupuestos que terminan no cumpliendo con lo ofrecido en tanto obra y ayuda pública efectiva a costa de las tragedias de los otros  y ser reconocidos por una bondad falsa. Lo cual realmente es un crimen que poco se conoce y se enjuicia.
Bien es sabido el caso del deslave del Estado de Vargas (Venezuela) en el año 2000, cuando el país se encontraba en ascuas por las lluvias y había votaciones en ciernes que favorecían al ejecutivo de turno.  Y la tragedia de Vargas fue la tragedia de Vargas, donde aún no sabemos cuántas personas civiles perdieron no sólo sus viviendas (irrecuperables al día de hoy), e infraestructura urbana sino las vidas humanas que desaparecieron de la noche a la mañana.  
En aquel momento se invocaron frases de  personajes históricos propios del fetichismo patriótico de  esta región. Como aquella frase manida de si la naturaleza se opone lucharemos contra ella. Sin embargo cuando la naturaleza se manifiesta nadie puede oponérsele. En la obra Los ocho libros de cuestiones naturales del pensador clásico íbero romano Séneca puede que sean aún oportuna  rescatar algunas de sus observaciones respecto al curso de las aguas; ante tanta soberbia e ignorancia tropical quizás sus palabras sean más  pertinentes y precisas ante el avasallante entorno líquido  en que hemos pasado a vivir de forma permanente en muchos lugares  hoy: Nada hay difícil a la naturaleza, sobre todo  cuando tiene  empeño en destruirse[1].  La frase advierte que la naturaleza no tiene reparo moral pues ella si decide destruirse   no economiza fuerzas; se reglamenta a sí misma y actúa mediante insensibles  crecimientos. Por ello  más que  oponérsele, como dicen los ecos de ciertos delirios de grandeza patriótica,  se debe proceder en comprenderla, conocerla científicamente, en dialogar hasta intuitivamente a veces con ella, en prevenir y proyectar respecto a los cambios climáticos lo que se deba y, si llega lo peor, una  vez consumado la catástrofe natural proceder a reparar lo más rápidamente posible de forma solidaria y mediante la coordinación civil,  gubernamental y la ayuda global, la recuperación de los lugares y grupos humanos destrozados. En ello Japón este año ha dado muestras de eficiencia  única en restablecer lo afectado por el Tsunami.
En Venezuela, en cambio, más por retórica que por capacidad técnica en los responsables de gobierno ante ello,  aún siguen afectados muchos ciudadanos por el deslave de Vargas, y no digamos  los nuevos que han visto en estos meses cambiar sus vidas de manera casi instantánea con  el continuo de las lluvias y las posibles fracturas naturales de los cauces de ríos y del aflojamiento de taludes, en que la necesidad humana ha colocado viviendas sin conciencia sino por desesperación y facilidad.  La responsabilidad inmediata y legal de ello estaría en los ministerios y sus direcciones pertinentes, que deberían desempeñar la custodia de ecosistemas y el estudio de los espacios  urbanizables de manera efectiva, cosa que  la vista populista de los gobernantes  en la historia de antes y de ahora en este país nunca ha tenido en cuenta.  De ahí que sigamos en lo mismo. Cada año que pase será un año de catástrofes y de damnificados. 
Quizás estamos estrenando una nueva cultura móvil inhumana, la del damnificado (distinta a la del nómada), aquel individuo que no tiene arraigo  ni hogar por la pérdida por catástrofes naturales (e inducidos por la mano humana) de su habitad, y su vida siempre pende de un hilo, y  no sólo por expresarse la naturaleza con toda su intensidad ante los desaguisados del desarrollo humano global y la irresponsabilidad nacional, sino porque la naturaleza de la fuerza humana ha hecho que se desate la violencia de forma permanente.  Nuestro mundo de aguas  incontroladas y de violencias desatadas gracias al progreso consumista  no nos deja la calma para el solaz de una vida humana.  Aunque siempre queda intentarlo, a pesar que la naturaleza  (natural y humana) se oponga a ello.


[1] En el caso del agua como elemento terrestre, las mentes esclarecidas de la antigüedad, como Tales, ya advertía que  era el más poderoso de los elementos, colocándola como el primero de todos; a la par que es el origen o comienzo de la vida (y no por la gracia de los dioses…).   Séneca, en el referido y olvidado texto Las ocho libros sobre cuestiones naturales (1948, Ed. Espasa-Calpe, Madrid),  no escatima hablar del agua en  dos capítulos del mismo: Acerca de las aguas terrestres y Sobre el Nilo. Texto que aún hoy no es de menos interés que en la antigüedad, pues toca a la complejidad del agua de forma amplia y hoy es aún más acucioso saber qué se ha pensado en torno al elemento  más poderoso, por  toda la problemática del agua como factor insustituible para la vida,  el cual  debemos observarla no desde la abundancia sino de escasez.

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