sábado, 24 de diciembre de 2011


Del Ciudadano y la virtud
David De los Reyes



Aristóteles en su libro III de la Política  hace una reflexión y exposición sobre lo que debe ser un ciudadano y su cuota de virtud y participación para con la ciudad o Estado al que pertenece. La idea de construir ciudadanía siempre está presente en muchos de los discursos demagógicos de las democracias actuales. Discursos que no escatiman en nombrar los planes requeridos para lleva a cabo ese plan de moralidad individual. Sin embargo al leer al filósofo griego y relacionar sus planteamientos con lo que observamos en cualquier país tercermundista (y de primer mundo igual), notamos la imposibilidad de ser ciudadanos por la constante obstaculización de llevar a cabo los mínimos requerimientos de reconocimiento de los derechos humanos. Entremos en las ideas aristotélicas.
Aristóteles se hace una pregunta con la que da partida para su reflexión acerca del tema: ¿Es la  misma virtud la de un hombre bueno que la de un buen ciudadano? Se pregunta si la virtud  del hombre bueno y al buen ciudadano es la misma. El fin que deben cumplir los ciudadanos es defender y salvaguardar a la comunidad; siendo la comunidad según su constitución, necesariamente la virtud del ciudadano  habrá de ser relativa a la constitución que  funda el hecho político de la ciudad, 1276b/30. La constitución es la que funda a la ciudad y, por consecuencia, la virtud del ciudadano necesariamente dependerá relativamente en función al tipo de constitución. Se entiende que no hay una sola virtud perfecta del buen ciudadano por tal condición, lo cual es distinto al referirse a la virtud del hombre bueno, la cual debe ser una sola y perfecta según la visión aristotélica (idem); por tanto no es igual ni la misma virtud respecto a la ciudadanía y al hombre de bien. En una supuesta ciudad perfecta la virtud debe ser perfecta para toda la comunidad pero si esto es prácticamente imposible, menos posible será que todo hombre sea un individuo de bien, a no ser que se exija, impositivamente y por tanto imposible, que todos los de la ciudad deban ser hombres de bien. Los verdaderos ciudadanos, para Aristóteles, se ocuparán de la guerra, del gobierno y del culto. Por naturaleza, puesto que estas funciones requieren diferentes virtudes (el guerrero debe tener fuerza, el juez y el legislador deben poseer  sensatez) deberían distribuirse entre diferentes personas; pero los guerreros soportarían difícilmente tal situación, puesto que, al poseer la fuerza militar, pretenderían en todo caso ejercer asimismo el poder político. Las mismas personas ejercitarán  estas misiones en períodos diferentes: “(…) la naturaleza quiere que los jóvenes tengan fuerza y los viejos sensatez, así pues es útil y justo dividir los poderes políticos teniendo en cuenta este hecho” (Pol. 14 9, 1329ª 14-17).
Sin embargo nuestro pensador impone una discriminación respecto de quiénes pueden hacerse ciudadanos. En una ciudad que tiende a ser perfecta en su dinámica política no debe permitir hacerse ciudadanos a los jornaleros (obreros, trabajados, etc.) y a los esclavos; si esto es posible se verá resquebrajada la virtud ciudadana, pues una de las condiciones para poder conocer dicha virtud es que los ciudadanos sean hombres libres y en el mundo griego sólo serán aquellos  que están exentos de trabajo necesarios a la vida (1278/10). Los hombres serán libres en la medida que no desempeñan trabajos en servicio de un particular, los cuales o son esclavos por un lado y si son asalariados  pertenecen a la comunidad de obreros o labradores. De esta manera los ciudadanos  serán personas acomodadas y, puesto que los campesinos, los obreros y los comerciantes se encargan  de proporcionar todo lo que se precisa para satisfacer las necesidades materiales, aquellos dispondrán  de todo el tiempo necesario para el ejercicio de la virtud y para desarrollar plenamente una vida feliz. De esta forma el vivir bien y la felicidad sólo se concederán al restringido  número de los ciudadanos; todos los demás hombres, que viven también en la ciudad y trabajan en ella, quedarán reducidos a simples condiciones necesarias para la vida feliz de los demás y se verán condenados a llevar una vida infrahumana (Reale 1985:121).
 El buen ciudadano debe aceptar la disposición a cambiar de posición respecto al espacio político en que se encuentra, es decir, aceptar ser gobernado  o ser gobernante;  en ser mandado o en mandar de forma alternativa: la virtud del ciudadano consiste en poder hacer bien ambas cosas (ibid:1277ª/29). Situación que varía respecto a la del amo y esclavo, siento el primero ciudadano y el otro no; como también en ciertas polis la clase trabajadora no participó del gobierno en la medida en que no se instaure una democracia radical en la ciudad, única manera en que entonces todos participaran del gobierno (ibid:1277b). Advierte que no se puede mandar bien sin antes no haber obedecido.  Pero definitivamente el buen ciudadano debe haber aprendido tanto la capacidad para el mando como para la obediencia. Esta es la virtud del ciudadano: ser entendido en el gobierno de los hombres libres en uno y otro respecto (idem, 10). Y sobre todo ello se observa cuando la ciudad está constituida  sobre la base de la igualdad isonómica, en que por semejanza los ciudadanos aceptan a mandar por turno. Para el Estagirita este fue el sistema natural que hubo al principio de las comunidades políticas, en la que se servía por turno a la ciudad, después otro lo haría;  se tendría como gobernante el estar preocupado por el bien del otro pues luego el otro sería el que llevaría a cabo el establecer el orden del bienestar común (1279ª/10). Siendo ciudades con constituciones dignas aquellas que preservan el bien de todos; las que sólo defienden el interés particular de los gobernantes son las erradas, las desviadas, despóticas o degeneradas (Platón).
Con estas palabras tomadas de la Política de Aristóteles  estamos comprendiendo qué significó –y puede seguir significando- para muchas naciones, regiones y ciudades la condición de ser ciudadano, la cual, hasta en sus discriminaciones, pareciera seguir manteniéndose hoy pues, extranjeros trabajadores y otras personas,   permanecen sin tener reconocimiento de participación ciudadana, aún así provean de mayor riqueza y bienestar que muchos de los nativos, que viven en un parasitismo estatal pronunciado, sin mayor responsabilidad y compromiso  con el conjunto social y de mejorar el hábitat en que viven.

Bibliografía
Aristóteles, 1963: Política. UNAM. México.
                    1973: Obras Completas. Aguilar. Madrid.
Reale, G. 1985: Introducción a Aristóteles. Ed. Herder. .Barcelona
 

martes, 20 de diciembre de 2011


El mecanismo del sufrimiento
David De los Reyes

 

La inmensa mayoría de individuos  sólo hablan de sufrimiento.  Anhelan la felicidad, albergan esperanzas de encontrar la tierra prometida, se dan a la tarea de intentar mejorar a los otros pero nunca vuelven caras hacia sí mismos.  Los mejores de estos especímenes lo encontramos en los políticos y en los sacerdotes. Ambos venden esperanza, ambos se nutren del engaño, ambos viven del sufrimiento, de eso sí están claros. De ahí que el sufrimiento es la condición necesaria para establecer fuertes gobiernos incapaces a fuerza de nutrir un horizonte  que cada día se aleja más de la realidad  del mundo; en el caso de los religiosos de manejar el sufrimiento en base a declaraciones llenas de ignorancia, de autoridad y manipulación del sufrimiento. Pero la ignorancia domina al mundo, qué le vamos a hacer.
El sufrimiento  tiene un mecanismo particular: nutre al ego.  A mayor ego mayores desdichas.  Es la condición del  ser común de los hombres. Sólo se sienten que son algo o viven  gracias a alimentar en todo instante su mirada sufriente contra el mundo. No conocen su origen sufriente, no quieren conocerlo tampoco; se lanzan contra lo primero que encuentren, sin lanzarse contra sí mismos y ver a qué huele su conciencia. La desdicha  que cargan a toda hora los hace sentir que son especiales, requieren la lástima de los otros y los otros les complace cuidar la lástima de aquellos, sin terminar nunca esa cadena, para permanecer frenados en ese escalón de la existencia. Sin sufrimiento no serían. Pareciera que la serenidad se encuentra en una especia de no-ser más que de ser. El mundo en conjunto nos muestra infinitas formas de existencia tranquila. En el reino animal los animales no sufren metafísicamente, si acaso el dolor por  enfermedad o accidentes, cosa que los humanos compartimos con ellos de igual forma, pero no poseen el sufrimiento que es la carga humana que la mayoría  arraiga en su ser. Son sólo porque sufren, he ahí su virtud, he ahí su existencia condenada. Pudiéramos decir, remedando cartesianamente, que soy porque sufro. La desdicha pareciera convertir al hombre en algo especial, extraordinario, único.
Gracias a la desdicha, como niños que para tener la atención de sus padres se portan o se sienten mal, los hombres  encuentran la atención de los otros; así los cuidan, los protegen, alejan cualquier hostilidad a la persona desdichada. Y es como adquiere sentido su vida. Hablar de todo lo malo que ven, de todo lo desdichado que se sienten, de todo el malestar, del abandono de las instituciones, de lo mal que funciona todo, del desamparo  en que nadan, del martirio  de la época en que les ha tocado vivir... La lista puede ser infinita. Escuchar cualquier conversación  de la calle en el país en que vivo no deja de arrojar un buen porcentaje de sufrimiento permanente y, claro, la desdicha siempre viene del exterior, del otro; quedan incapaces de actuar sobre su propia mente o su conciencia y asumir la vida desde su propia convicción de superar toda carga de negatividad, de freno, de respirar su propia libertad individual.
Vivir en el sufrimiento es propio de toda vida fácil. No hay que hacer nada. Sólo esperar a que pase el idiota que me cuide, me quieran y me den palabras de esperanzas.  Ambos forman el binomio de la esclavitud humana. La cultura tradicional se encarga de que absorbamos todo lo malo y no aspirar nunca a lo bueno. Siempre están atentos de ver de dónde  viene el dardo que herirá (molestará) su ego, lo cual ya será motivo de seguir nutriendo su ser sufriente.  La condición humana pareciera que nunca experimentará  estados de sosiegos y tranquilidad colectivos.  Encontrar cierta serenidad y aceptación en nuestro vivir será permanentemente una riesgosa decisión individual; la felicidad es lo más peligroso en un mundo de sufrientes: la niegan a como dé lugar. La masa sólo aspira a contener desdichados. Un individuo pleno es sospechoso. Ser desdichado cumple con la carta de la cultura en general, sea cual sea esta cultura. 
El sufrimiento humano aparece por la constante flojera de  cada uno de nosotros en darse la tarea de filosofar (explorar!), sobre la condición individual de la mente humana. La mente sólo crea ilusiones, como bien lo han dicho hombres como el iluminado Buda y hasta el explorador del sufrimiento, como lo fue Nietzsche.  Aprender a filosofar es comprender en cómo ir separándonos del apego al sufrimiento como condición de vida. He ahí una materia siempre pendiente  que pocos aprenden a superar. 

lunes, 12 de diciembre de 2011



De aguas terrestres
David De los Reyes





Los cambios climáticos de la tierra producidos por el efecto invernadero (capa de ozono y otros),  gracias a la emisión de gases a nivel mundial por el desarrollo industrial, al parque automotor y las grandes plantaciones intensivas de alimentos (como el arroz: excelente productor de  abundante gas metano), han ido cambiando los  comportamientos climáticos y la precipitación de la cantidad de agua en  los continentes y, por consecuencia, moldeando la vida  terrestre de todo organismo vivo en general (los animales también no son menos afectados, todo gracias a la mano humana).
América del Sur,  en los países que componen su zona tórrida, como es  en la que se encuentra Venezuela,  se ha visto acechada por constantes lluvias en tiempos que deberían  cumplir otro  estatus climático  respecto a su momento y por sus ritmos naturales; la tierra, como lo dijo el científico inglés Lovelock hace ya unas cuantas décadas, es un organismo vivo. Las lluvias se han sentido prácticamente todo el año que ahora termina (2011), y han venido formando por acumulación y evolución, estragos permanentes;  catástrofes no sólo en lo referente al entorno natural sino, sobre todo, a los espacios de las comunidades humanas, llevando a establecer un número creciente de damnificados de manera alarmante a todo nivel social.   Y si esto que pasa aquí podemos trasladarlo de forma parecida a Centro América también.
Para los estados democráticos, y las sociedades que se prestan a calificarse con dicho orden, tienen como deber prestar  ayuda y solidaridad  en dichos casos, sin que las ayudas vengan a establecer una relación de dependencia y sometimiento permanente en los ciudadanos  afectados; se trata de reducir la intensidad y presencia de la realidad del sufrimiento por fenómenos climáticos. Se requieren soluciones efectivas ante la dignidad de las personas y así enderezar y poder continuar con los quehaceres cotidianos, superando los accidentes fortuitos que pueden surgir a todos.  La solidaridad humana debería estar presente como una condición insoslayable sin  factura política o color partidista. Pero vemos que en los gobiernos demagógicos  tales condiciones se utilizan para establecer una vez más las bondades hipócritas de gobernantes, ofrecimientos de licitaciones  sustanciosas  que justifican presupuestos que terminan no cumpliendo con lo ofrecido en tanto obra y ayuda pública efectiva a costa de las tragedias de los otros  y ser reconocidos por una bondad falsa. Lo cual realmente es un crimen que poco se conoce y se enjuicia.
Bien es sabido el caso del deslave del Estado de Vargas (Venezuela) en el año 2000, cuando el país se encontraba en ascuas por las lluvias y había votaciones en ciernes que favorecían al ejecutivo de turno.  Y la tragedia de Vargas fue la tragedia de Vargas, donde aún no sabemos cuántas personas civiles perdieron no sólo sus viviendas (irrecuperables al día de hoy), e infraestructura urbana sino las vidas humanas que desaparecieron de la noche a la mañana.  
En aquel momento se invocaron frases de  personajes históricos propios del fetichismo patriótico de  esta región. Como aquella frase manida de si la naturaleza se opone lucharemos contra ella. Sin embargo cuando la naturaleza se manifiesta nadie puede oponérsele. En la obra Los ocho libros de cuestiones naturales del pensador clásico íbero romano Séneca puede que sean aún oportuna  rescatar algunas de sus observaciones respecto al curso de las aguas; ante tanta soberbia e ignorancia tropical quizás sus palabras sean más  pertinentes y precisas ante el avasallante entorno líquido  en que hemos pasado a vivir de forma permanente en muchos lugares  hoy: Nada hay difícil a la naturaleza, sobre todo  cuando tiene  empeño en destruirse[1].  La frase advierte que la naturaleza no tiene reparo moral pues ella si decide destruirse   no economiza fuerzas; se reglamenta a sí misma y actúa mediante insensibles  crecimientos. Por ello  más que  oponérsele, como dicen los ecos de ciertos delirios de grandeza patriótica,  se debe proceder en comprenderla, conocerla científicamente, en dialogar hasta intuitivamente a veces con ella, en prevenir y proyectar respecto a los cambios climáticos lo que se deba y, si llega lo peor, una  vez consumado la catástrofe natural proceder a reparar lo más rápidamente posible de forma solidaria y mediante la coordinación civil,  gubernamental y la ayuda global, la recuperación de los lugares y grupos humanos destrozados. En ello Japón este año ha dado muestras de eficiencia  única en restablecer lo afectado por el Tsunami.
En Venezuela, en cambio, más por retórica que por capacidad técnica en los responsables de gobierno ante ello,  aún siguen afectados muchos ciudadanos por el deslave de Vargas, y no digamos  los nuevos que han visto en estos meses cambiar sus vidas de manera casi instantánea con  el continuo de las lluvias y las posibles fracturas naturales de los cauces de ríos y del aflojamiento de taludes, en que la necesidad humana ha colocado viviendas sin conciencia sino por desesperación y facilidad.  La responsabilidad inmediata y legal de ello estaría en los ministerios y sus direcciones pertinentes, que deberían desempeñar la custodia de ecosistemas y el estudio de los espacios  urbanizables de manera efectiva, cosa que  la vista populista de los gobernantes  en la historia de antes y de ahora en este país nunca ha tenido en cuenta.  De ahí que sigamos en lo mismo. Cada año que pase será un año de catástrofes y de damnificados. 
Quizás estamos estrenando una nueva cultura móvil inhumana, la del damnificado (distinta a la del nómada), aquel individuo que no tiene arraigo  ni hogar por la pérdida por catástrofes naturales (e inducidos por la mano humana) de su habitad, y su vida siempre pende de un hilo, y  no sólo por expresarse la naturaleza con toda su intensidad ante los desaguisados del desarrollo humano global y la irresponsabilidad nacional, sino porque la naturaleza de la fuerza humana ha hecho que se desate la violencia de forma permanente.  Nuestro mundo de aguas  incontroladas y de violencias desatadas gracias al progreso consumista  no nos deja la calma para el solaz de una vida humana.  Aunque siempre queda intentarlo, a pesar que la naturaleza  (natural y humana) se oponga a ello.


[1] En el caso del agua como elemento terrestre, las mentes esclarecidas de la antigüedad, como Tales, ya advertía que  era el más poderoso de los elementos, colocándola como el primero de todos; a la par que es el origen o comienzo de la vida (y no por la gracia de los dioses…).   Séneca, en el referido y olvidado texto Las ocho libros sobre cuestiones naturales (1948, Ed. Espasa-Calpe, Madrid),  no escatima hablar del agua en  dos capítulos del mismo: Acerca de las aguas terrestres y Sobre el Nilo. Texto que aún hoy no es de menos interés que en la antigüedad, pues toca a la complejidad del agua de forma amplia y hoy es aún más acucioso saber qué se ha pensado en torno al elemento  más poderoso, por  toda la problemática del agua como factor insustituible para la vida,  el cual  debemos observarla no desde la abundancia sino de escasez.

lunes, 5 de diciembre de 2011


Crisis y universidad
David De los Reyes


 


Se ha dicho que las universidades no se han adaptado a los tiempos cambiantes   respecto a la velocidad con que las necesidades humanas de formación y creación de conocimiento exigen en un mundo informatizado. Como bien se repite sabemos que las universidades están en crisis. Crisis en los pensum, en  el tipo de carreras, en los presupuestos, en su autonomía, en su matrícula, en la formación de sus inscritos, en la condición de los profesores. Un remolino de carencias impera y trastoca toda tranquilidad académica,  a esos jardines de la investigación  y del conocimiento por los que transitaron antaño los creadores de esas magnificas instituciones del saber.  Hoy uno escucha seguidamente las voces en los pasillos de las universidades y se da cuenta de que los profesores,  y el personal administrativo, no están a gusto con lo que hacen, con los que tienen de alumnos, con lo que obtienen de honorarios por sus conocimientos. Los estudiantes, con los profesores que exigen separarlos de la pantalla de su blackberry o de su laptop conectada a su grupo  o al último juego cibernético  del momento.  Todo ello nos lleva a tener que desentrañar una paradoja, en la llamada sociedad del conocimiento los que deben producir permanentemente conocimiento son los menos favorecidos material y espiritualmente  y también por los menos reconocidos. Pero la pregunta que habría que seguir a esa situación paradojal  es quiénes  producen conocimiento y qué tipo de conocimiento se está desarrollando en dichos planteles. Es sabido que no todos los profesores producen conocimiento o tienen una línea de investigación; se necesitan  también buenos docentes para transmitir una tradición y una línea de conocimiento. Pero exceptuando a estos, apenas de la plantilla profesoral  en una universidad del tercer mundo quienes tienen vocación de indagar y proponerse fenómenos y hechos a estudiar son muy pocos  y el resto les queda poco tiempo para dedicarle su reducido tiempo libre al campo científico, luego de recorrer un buen número de planteles, colegios y universidades donde dan clases para llegar a fin de mes y el pago de las deudas normales. La investigación  queda reducida a unos pocos y esos pocos, por la concepción populista de la mayoría de estas universidades, deben estar sometidos al régimen igualitario de la plantilla  de los honorarios, sin reconocer méritos y diferencias.
La crisis universitaria,  que desde  que entré a una universidad como estudiante de pregrado y hasta ahora como profesor dentro de ellas, siempre  he escuchado alternarse dicha crisis, en unos tiempos más o en otros tiempos menos.   La crisis  ha llegado para permanecer y convivir con un  alto grado  de incertidumbre;  la crisis se mantendrá, y más en un mundo en que pareciera que el cerco de internet, los medios, las empresas y las instituciones gubernamentales le dedican menos atención que antes a lo que pasa dentro de ellas.
La crisis universitaria no sólo  surge por la relación con las dependencias institucionales con lo exterior (gobierno, entes públicos, políticas etc.), sino desde el mismo seno de  la plataforma administrativa académica universitaria.  Quizás los tiempos no están  para conocimientos reposados, librescos, eruditos (qué lástima!) y la idea de conocimiento haya transmutado a  crear  profesionales que sepan manipular más un software que una relación entre conceptos. Se premia más lo primero que esto último.  Como en todas las épocas, quien piensa y se separa del común siempre es sospechoso, quien se convierte en apéndice de un archivo digital y sus despliegues es el  gran investigador inteligente. El mundo cambia y cambian las condiciones, las herramientas por las que se han forjado las universidades; hoy imperan las modas  surgidas  por graduados en educación sin tener idea de las áreas que le imponen sus planes de estudio.
En regímenes militares y autoritarios  lo primero que atacan es a la inteligencia, a la creatividad, a la disidencia, al conocimiento  buscando arrodillar el saber a los intereses no de un pueblo o una sociedad sino a determinados lineamientos ideológicos o personalismos  que se consideran eternos. No hay peor  ambiente para el conocimiento que una universidad que ha perdido su autonomía de cátedra, su autonomía de  posición académica, de observación, de opinión ante  la dirección autoritaria que  todo régimen militarista quiere imponer.  Una ciencia cortada para el dominio y la guerra, una profesionalidad  construida para el servilismo, una tecnología para el control de la naturaleza humana, unas humanidades para  una mejor manipulación de las consciencias es lo que pareciera emerger en muchas instituciones universitarias. En apoyar a un conocimiento y pensamiento único para la mejor manipulación  ingenieril de todos los  ciudadanos convertidos en corderitos.
Si las universidades claudican su autonomía, si no abren los ojos y si los que la conforman  no  tienen mayores valores que  esperar que les suban un sueldo y no pelear por  que sean reconocidos en su dignidad y su creatividad, su  profesionalidad y su capacidad de investigación, esos mismos profesores y estudiantes, podemos agregar también, tendrán sus días contados. Días  en que   seguirán viviendo como un cuerpo vegetando en una sala de cuidados intensivos, sin mayor esperanza y mejor diagnóstico, de una muerte académicamente segura. 

lunes, 28 de noviembre de 2011

De la Filosofía
David De los Reyes

 

La filosofía  se caracteriza por adentrarse en la actividad del pensamiento tanto individual como  universal. Sus dotes de saber han ido vislumbrando en su acontecer nuevas  maneras de comprender qué es el conocimiento   filosófico para el individuo. En cierta forma, como lo han expresado muchas veces, es  un intento de perfeccionarse en tanto individuo. El saber filosófico aspira a lo que para sus comienzos fue: descubrir, a partir de nuestra propia atención y reflexión, lo que nos induce a preservar ciertas disposiciones o hábitos más que otros, siempre en función de una  búsqueda del bienestar. La filosofía no es un pensamiento por el cual se  pretende definir el resto de una concepción científica, política o cultural. Siempre encontramos que  cualquiera que se dirige a un público muchas veces escuchamos sobre “mi filosofía…” o “la filosofía de la empresa…” o “la filosofía de la institución…”, etc.  Es propio de desconocedores de  qué es hacer y qué es convivir filosóficamente. En la antigüedad eran hombres que se distinguían por su hacer, su valía, su valentía y su provocación. Los ejemplos son múltiples, tenemos a Heráclito, a Demócrito, a Sócrates, a  Diógenes el cínico,  por sólo nombrar algunos. La filosofía  era un intento de abordar un saber para una mejor conducción de la vida pero de manera autónoma, libre, dirigida por el pensamiento personal, sin tener muy en cuenta si se estaba a favor de los dioses de la ciudad o si  se mantenía dentro de las opiniones  autorizadas del momento. Más que emprender un sistema de conocimientos era poner el conocimiento en una permanente práctica de cara a la realidad; era (es), una exploración que iba hacia el interior del individuo y cómo por medio de su voluntad se manifestaba en lo exterior. No esconderse del mundo sino  adentrarse en el mundo desde un observatorio personal, en que el vivir oculto era  un requerimiento para conservar la tranquilidad del alma, del ser.
La filosofía  ha tomado muchos derroteros. Desde una preocupación por desentrañar lo que vendría a ser una teoría del conocimiento, de una propuesta epistemológica, de unas cuitas por el ser desde la ontología, de una posición política revolucionaria y no paremos de contar. Ella ha sido sierva de muchas concepciones universalistas que bajo el estandarte de la razón han querido presentarse como las guardianas de la verdad. Una verdad que quería fundirse con lo absoluto, con lo divino o con la naturaleza y sacar leyes últimas con las que determinar casi para siempre la visión del mundo.
Realmente la filosofía es un intento personal de cómo observar ciertas condiciones para seguir no perdiendo el incentivo de la curiosidad que evolucione a ciertas perspectivas personales sobre el universo, el por qué estamos aquí, o  el sin sentido de la existencia. Y siempre la respuesta será un intento  transitorio de reflexión, mas no un último hallazgo de  comprensión total y definitivo.  El individuo que transita por la filosofía se propone recorrer un camino que no tiene muy cierto su final (si es que lo consigue…). Es un transitar por el pensamiento, de escuchar sus emociones, de perfilar nuestras estadías entre los placeres y los dolores o sufrimientos furtivos, y que sin ellos no nos aguardaría la existencia en proporcionarnos el derecho de haber vivido. Es superar los escollos y encontrar que la comedia humana se yergue por la ambición, la soberbia y la vanidad infinita.  En un mundo de animales humanos descentrados y absortos entre medios y carencias,  el filósofo le queda  observar y actuar desde  el recinto de su inmediatez, sin proponerse proyectos mesiánicos ni  pretender en erigirse en el salvador. Sabemos cuán nefasto han sido para la historia todos aquellos que se han creído iluminados por encima de los demás, sin comprender que en la tranquilidad de la luz nocturna es donde se debe permanecer para encontrar la iluminación del saber  humano.
Por todo ello la filosofía, con su riqueza discursiva, con sus variantes lingüísticas, con sus propuestas sistemáticas,  vuelve a  buscar  la senda de la verdad personal, del bien hacer, del buen decir, del bien estar y de la tranquilidad  de ánimo que nos permite comprender la maravillosa condición del hombre circunscrito a una rendija de la infinitud del universo.

lunes, 21 de noviembre de 2011


¿De qué va la clínica filosófica?
David de los Reyes



La clínica filosófica intenta establecer un proceso de indagación del presente, orientado a reflexionar y a tomar  una actitud vital  ante una situación patológica (enfermedad, síndrome, trastorno) que viene a ser un producto del pensamiento imaginario individual o colectivo anclado en la creencia fanática o en la verdad absoluta. Se trata de estar en atención ante los efectos de las prácticas inconscientes que nos orientan en lo exterior y que surgen en contacto con una realidad que confunde, arranca la vitalidad de los cuerpos y reduce la energía de estar en una permanente indagación de la existencia,  en tanto que ella la desarrollamos como búsqueda indagatoria de cómo nos manifestamos, sentimos y pensamos nuestra condición individual  ante lo referente externo colectivo.  La clínica filosófica busca cierta integración centrífuga  del pensamiento ante los anclajes hipnóticos de las creencias, mitos y dependencias que nos arrastran y conforman lo que llaman cultura (tanto elitesca como de masas). La clínica filosófica vendría a   establecer no sólo una terapia del lenguaje (como es el fin de la filosofía para  Wittgenstein), sino una terapia  que ayude a vencer la angustia narcisista que se nos impone por medio de la culpa, la vanidad, la necesidad del éxito en la medida que el pensamiento nos lleva a convivir con una permanente difusión  energética de pensamientos cerrados que nos remiten a un atarse a lo exterior y a pensar que sólo en lo interior vendría a estar una salvación. Sócrates decía que la filosofía es una terapia del alma y a ello apunta nuestra actualización de dicho planteamiento.
La clínica filosófica no le interesa tanto la cura (el farmacón) sino la enfermedad.  El enfrentamiento de la ilusión patológica  restrictiva de serenidad y acción creativa y en permanente fluir que debe arrancar en tanto coraje individual de  aprender a usar una racionalidad poética e irónica, donde se busca el encuentro con la subjetividad  autónoma  de la persona individual.
Por  tener capacidad de imaginación   el hombre se convierte en el   animal más sufriente de la tierra, por lo cual Nietzsche ha dicho que ese animal debió inventar la risa para  superar esa tormenta simbólica de sufrientes rayos dolorosos en el centro de su mente. La clínica filosófica no pretende sólo quedar en un diagnóstico de la cultura, de la memoria individual y su atrofia humana. Se desprende que  su intención es desarrollar  un personal método de búsqueda de sentido y de saber hacer contra una red social que nos lleva a cerrarnos en una existencia generalizada y mediocre.  La clínica filosófica no pretende  tener todas las curas para lo político, lo cultural y social individual; sólo hace que el pensamiento busque su propia  estrategia con que ahondar una atención en su cuerpo y su significante mental imaginario como entidad política, que convive  con otros y que imponen maneras de ser que arrastran a una patología, es decir, a una emocionalidad negativa y una adiposa verbosidad en que nos vemos arrastrados a permanecer envueltos e inmóviles en nuestros encierros y sufrimientos  sin  encontrar una salida a una alegría por la vida.  De ahí que la risa, la ironía, la alegría vengan a ocupar en ella la seriedad de una filosofía discursiva que sólo trata de conceptos pero no de  acciones; de una filosofía tradicional que se nutre de la reiterada decadencia, de nuestra degeneración recurriendo a la angustia, a la soledad, a la culpabilidad, al drama de la comunicación y lo dramático como constitutivo de una ética del encierro, del cuerpo mutilado, del cuerpo cercenado ante el horizonte abierto de la experiencia del mundo.
 
La clínica filosófica es una invitación para que cada uno practique desde su condición  una apertura al alegre vivir, al mantener el difícil coraje ante la angustia propia del cultivado narcisismo privado, de la queja en busca de lástima, abonadas con los terrores de nuestra culpabilidad asumida como verdad inamovible; se coloca la verdad y sus orígenes en el pedestal de la observación patológica.  Se trata de encontrar en la enfermedad de vivir una contrapostura que nos indique el rumbo hacia una salud del existir. Una contrapostura que implica desbaratar los códigos en la medida que colocamos al pensamiento en posición de alerta frente a lo exterior que nos inunda de sombra; se trata de indagar en la indiferencia de las ilusiones institucionalizadas (como por ejemplo las votaciones democráticas y la esperanza fatídicas de las masas ante un  futuro mejor, que siempre termina siendo el mismo o peor por no aceptar el estar preparado para todo). Se intenta establecer una contra-filosofía  que esté atenta a los efectos y no sólo al discurso majestuoso, una filosofía que acepte, como Epicuro, nunca olvidarse de reír cuando se  reflexiona y se diagnostica el peso del mundo, la interioridad fallida del mundo absorbida como imaginación detenida. Se trata de pensar al aire libre, de salir al campo  de la vida y atravesarlo contemplándolo más que intentar cambiarlo. No queremos ser comentadores de la interioridad (cosa del mal gusto filosófico colonial germánico hegeliano y heideggeriano), lo cual vendría a clausurar y atrofiar el gusto por la alegría y la risa del animal que somos y del humano que  frenamos en su ser. Pueda que tengamos momentos de mala conciencia pero es sólo un camino que alberga  la duda, elemento requerido para alcanzar la salud  de su condición en la  nada de la iluminación  personal. 
La clínica filosófica intenta desarrollar perspectivas que induzcan a contrasentidos legítimos en un mundo de control permanente y asfixiante; desarrollar contrasentidos ilegítimos contra el espíritu de seriedad, del fanatismo, de las cumbres dogmáticas de las verdades en tanto creencias  que llevan a militar en el río de la mediocridad permanente y confusa de las mayorías, en fin, contra el culto a la interioridad adormecida por la vigilia onírica permanente de la cultura mediática.
Esto, entre otras cosas,  es lo que iremos inscribiendo en este muro virtual, río digital   por las que transita este barco del pensamiento móvil de la clínica filosófica, la cual  declara la guerra a toda asfixia que se yergue contra la alegría de vivir, contra la serenidad y la intensidad del vivir.

lunes, 14 de noviembre de 2011



Derechos inhumanos
David De los Reyes


Rafael Minkkinen, fotografìa

Los derechos humanos  han sido aplastados de forma recurrente por los países que tienen regímenes autoritarios. Los derechos humanos favorecen el derecho a la vida, a la libertad individual, a la libertad de movilización, a libertad de expresión y de trabajo, el derecho a la salud y a la seguridad, entre otros. Todas estas libertades y derechos (establecidos y firmados por los países pertenecientes a la Organización de las Naciones Unidas desde 1948), son coaccionadas uno tras otro gracias a los estados que poseen un régimen de intereses personalistas, aunado a una burocracia represora, inclinada a las órdenes de aquellos funcionarios que han tomado su cargo como condición de mando irreductible y permanente, sin relacionar sus decisiones con los límites de la constitución vigente o de las leyes civiles en relación con lo que sea el caso.
Los derechos humanos son una medida de protección del individuo ante  el atropello de las fuerzas estatales que monopolizan la violencia y de las fuerzas paraestatales que ejercen impunemente la coacción y la fuerza. Exigir que aparezcan reflejadas en la constitución es un paso, leve pero un paso. Exigir que se cumplan algo más difícil.  Notando que hasta en los países que no tienen el menor cuido por la vida humana dicen aplicarlas y respetarlas.  La hipocresía política siempre está al orden del solapamiento y de encubrir las realidades ante las instituciones internacionales que tienen en sus manos  el demandar a gobiernos que se apliquen en todos los casos sin distinción. 
La violencia vendrá a ser el instrumento que aplaque, sofoque, someta a los derechos humanos. Bien con una mordaza colocada a la mayoría de una población sometida o amenazada, o bien por medios indirectos de agresividad  que esgrimen grupos adictos al régimen autoritario o  bandas que se les deja participar ilícitamente a cambio de llevar alguno de estos trabajos sucios.
Casos de enfermos que se encuentran injustamente encarcelados, sin poder ser tratados clínicamente, han estado presentes en todos los gobiernos que abrigan  el esquema líder-ejercito-pueblo, que alguna vez un sociólogo argentino argumentó como defensa de una nación que tomara el  rumbo de un cambio social radical; Hispanoamérica ha sido un permanente campo de cultivo para ello.
Ese esquema es la muerte de cualquier derecho. Se vuelve a una monarquía  inconstitucional prácticamente, y la balanza de la justicia queda fuera del juego real de la sociedad, estableciendo la última voz  los  de la cúpula militar o del líder de turno. El esquema contrario sería: instituciones constitucionales-justicia-ciudadanía.
Los derechos humanos van mancillados en todos los países que  sostienen el culto a la personalidad. Así fue en la extinta Unión Soviética con Lenin y Stalin, así fue en  la Alemania de Hitler, en la Italia de Mussolini, en la China de Mao Tse Tung, en la Libia de Kadafi, en la España de Franco. Buena parte de la historia de los países africanos e hispanoamericanos han visto cómo ello ha sido así, repitiendo el regreso al mando del eterno retorno del caudillo. El gobierno unilateral y autoritario, caprichoso y  ungido por la gracia de Dios o del héroe militar del siglo  decimonónico,  son  modelos de ese estilo de mando en que el Estado lo es todo, el individuo nada. La masa es todo, la singularidad, la diversidad cultural, las minorías y la inteligencia un estorbo y, por ende, apenas son un sedimento de  esos derechos humanos que deben defender al individuo contra el omnímodo poder ejercido por una mayoría que, junto a su gendarme, no tiene  capacidad  para distinguir  y  aceptar la crítica, la exigencia a derecho, el asumir y reconocer su fracaso para poder salir de él.
Es así como vemos las latitudes geopolíticas por las que transitamos en el presente. Democracias que quieren mostrar marcos de civilidad cuando  sabemos que el tiro impune es el que reina, y no en los cielos.
Bien pudiera hablarse de un derecho inhumano, el cual  es la condición actual en la mayoría de los países que no tienen una independencia judicial que acobije la autonomía de realizar  un juicio, gobiernos que no poseen la capacidad de albergar la sabiduría del bien escuchar al otro, de saber tomar decisiones sabias, apegados a la ley y no a intereses partidistas o personalistas. Todo ello  es lo contrario en nuestro mundo  en que el gobierno no lo ejerce el capaz sino en forma monolítica el primero de la triada: líder-ejercito-pueblo.

martes, 8 de noviembre de 2011


Las rejas de la violencia

David  De los Reyes


 


Los tiempos han sido violentos, y el hombre ha convertido al tiempo en violento y la vida en violencia. Entre  el desconcierto de las naciones los dirigentes políticos han apostado una y otra vez a la violencia. Cuando se  acobija bajo el ideario de cambios sociales  lo primero que se apunta es a tomar el catecismo marxista,  pasar por toda la monserga de la toma del poder por las armas y de tener la esperanza de alcanzar el éxito político del poder estatal cual si fuesen héroes sacados de una mala película hollywoodense  o mexicana. Hasta ahí llega su película, luego no se ven más los destrozos civiles y la incompetencia para abonar una buena vida humana. En donde el gran ganador es el traficante de armas.
Y La violencia sigue. Es el único modo de ser para los hombres de poder. Ella   se expande y se agita. Se traspasa como virus global letal y se convierte en la causa de  muchachos con ojos idos, vacíos porque el mundo  no les ha proporcionado sino armas, fracaso, rechazo, inclemencia y  abandono: un escombro humano más.
La violencia dicen que es partera de la historia, pero la historia más que partera es  la justificación del crimen por otros medios, es decir, ideales que no cuajan y hombres que  se creen cuasi-dioses,   ocultando  y aparentando que no huelen la podredumbre humana y ni a su propia humanidad. Ellos son cuerpos en  descomposición, enfermos de ego, ignorantes  por  vanidad,  limitando el cerco de la creatividad en la medida que  creen poseer el control absoluto de todo y de los otros: su único afán: cultivo del terror interno bajo su piel. Cuerpos en salas de tratamiento intensivo.
La violencia está en toda esquina. En mi país  la violencia saca del río de la vida humana, por la medida chiquita,  alrededor de  doce mil ciudadanos anuales. En una guerra de baja intensidad quizá sea menor el costo  respecto a ese número estadístico.  Y a pesar de ello  se tiene la idea que se vive dentro de cierta civilidad porque la gente trabaja, ¡y trabaja de verdad!, o porque  funcionan las sempiternas comunicaciones y nos dictan el menú diario de  temas de conversación que tenemos que tener en la punta de la lengua al encontrarnos con los que se habituaron a nuestra compañía porque no queda otra.
Pero el látigo sigue  ahí,  en todo momento.  Los ilusos, aquellos poseídos con el tufo del amor cristiano, nos hablan de una cultura de paz y   es propio de  hombres que aprendieron a vivir en la comodidad del estatus amueblados  en la cobardía o en la sociedad de consumo sin mayores arraigos que más consumo: la gente de marketing sabe mucho de eso. La cultura de paz  sólo se puede obtener cuando nos hemos preparado para defender esa condición de vida no enunciándola sino poniendo en la realidad cotidiana de nuestras vidas y quehaceres con los otros; en colocarla sobre las manos  para tomar las condiciones requeridas para su existencia y realmente sentir la tranquilidad creativa de la alegría humana y no sentir ni de lejos la violencia, el crimen, la pobreza, el desarraigo; tiempo donde pareciera que decir paz  es igual a observar un  vacío sin horizonte, como el escuchar una palabra  sin fondo, como una palabra sin foco, pues no tiene nada que nos rodee, no enseñe y que apunte a ello.
Las ciudades  miden su calidad de vida por la tranquilidad que expiden en su entorno.  Cuando  vemos las ciudades latinoamericanas  no podemos decir que sean  reductos de vida y creatividad, de acogimiento y  desarrollo  ni en lo colectivo ni como ser individual. El habitante de esos nichos de pasto humano lo único que piensa, cuando llega a su casa a final del día, es que se ha vivido un día más a salvo, en que se sobrevivió a la emboscada, a la pobreza, a la envidia, al absurdo,  y puede medio descansar ocultando el temor bajo la manta para darle la cara a otro día en que  nos  recibirá con las mismas angustias del anterior, reforzando la cultura de  sobreviviente más no de paz. 
Siempre cuando transito por las calles  noto un artilugio común en las  viviendas, presente desde el acomodo habitacional en los llamados barrios como hasta en los búnkeres  de los acomodados  cosmopolitas ciudadanos, y es que todos tienen un elemento común imprescindible: la reja, el enrejado, símbolo de la separación, de lo mío y no de lo tuyo, de la  desigualdad, del  miedo encapsulado como sardinas  en lata, de los ratones en la ratonera;  rejas en las ventanas, en las puertas, en los balcones, en los patios: lo mejor de una cárcel hecha a su medida. La reja se convierte en el símbolo de la violencia perpetua, de  lo desprotegido que nos sentimos, de lo inerme que se está, de la defensa de lo poco (o mucho) que se tiene ante el terror de lo que pudieran hacer los muchos desesperados.  
La violencia es  nuestra apuesta a seguir siendo degradados. Así que  comenzar por una cultura de paz  es comenzar a defender  nuestro estilo de vida en compromiso con los demás y con el mundo.  Lo demás es la hipocresía creciente,  el sentimiento de compasión cristiana que  se exhibe con la mirada de rapiña perpetua, diciendo que  se vive para el bien común.
Nuestros hijos, aunque no estén conscientes mucho de ello, y no han sufrido una guerra masiva,  serán los seres crecidos desde su niñez entre rejas; los hijos de ciudades encarceladas; producto de una vida que se les enseñó a estar atemorizados  y esclavizados por  una hipócrita cultura de la paz que se esgrime con un arma en una mano y en la otra se sostiene una   bondad  de careta. Serán hijos de la noche,  de una violencia de la que surgen, de una violencia  en la que viven, de una violencia por la que mueren.

lunes, 31 de octubre de 2011

Gobierno de hombres o de leyes

David De los Reyes




La condición de los políticos en los países en vías de desarrollo no ha cambiado mucho respecto al siglo pasado. Dictadores con golpes bajo la manga, presidentes que  han sido elegidos prácticamente para siempre  manejando el sistema de votación,  tiranías que han usurpado el poder manipulando a las mayorías,  jefes de Estado que han heredado   el mando por vía familiar, son algunas de las formas de  gobiernos que se establecieron ya antes, pero siguen manteniéndose en estos países.  Son   aquellos gobierno que ya los griegos llamaron como gobiernos de hombres, los cuales se contraponían al régimen constitucional republicano,  el cual se distingue por ser un gobierno de leyes. ¿Hombres o leyes?  Para la mentalidad de las masas ignorantes del presente, junto a un fanatismo religioso-ideológico a cuestas, poco están dadas para aceptar, acatar y hasta comprender un gobierno o un estado que proceda mediante un mandato legal, un ejercicio ecuánime de encaminar la dirección y el sentido del orden público y político mediante el instrumento de las leyes; la incapacidad de la abstracción les impide manejarse en un orden que procede de palabras invisibles, que no se ven, pero que dan orden y forma a una sociedad.
Para nuestro mundo habitado  por unas mayorías informadas por el permanente ruido de los medios de comunicación, más que formadas para emitir un juicio autónomo de su situación política, podemos prever su elección por el mandato de un hombre por encima de ellas, donde la condición de un führer, un jefe, un líder, un duce, un caudillo, en gendarme necesario  es el modelo perfecto, algo más concreto y  significativo que el cumplir, conocer y comprender leyes, es decir, el saberse limitar sus acciones por la norma pautada por el bien colectivo a construir. La legalidad se encuentra  puesta de lado. El poder lo ejercerá el hombre embriagado de poder que, a su vez, embriagará a las masas, dándoles  dirección  y sentido a sus vidas mediante promesas que pueden ser cumplidas a medias u olvidadas para siempre si  viene  el caso. Las masas les gusta ver un fabuloso disneilandia, igual que el burro observa adelante la zanahoria. El político hegemónico viene a sostener inflados los pechos de la emoción mayoritaria creando las patologías  de los odios y las diferencias  entre los habitantes de  un estado, propiciando un régimen de violencia e inseguridad permanente, caldo de cultivo para tener control y justificar represión de forma continua por las calles.
Pero pareciera que  si para los países de Suramérica o de África sus condiciones políticas están  referida a lo dicho, (véase el caso de Cuba,  Namibia, Venezuela, etc.), no pareciera ser para países  que están en torno al eje árabe, como han mostrado, hace poco, los hechos sucedidos en el medio oriente: Siria, Egipto o Libia. Este último país es un ejemplo  perfecto de revolución (o involución, pudiéramos decir), tiránica, es decir, aquella ejercida por un militar investido con poderes absolutos por encima de cualquier constitución, reduciendo su mandato en función de sus intereses propios. Así un militar que pretendió llevar a cabo una revolución de librito (el Libro Verde circuló por muchas partes y ambientes políticos de izquierda en Suramérica), que triunfó contra un régimen de opresión, al cabo de unos años se convierte en otro igual, en un régimen de opresión, tanto para los que  simpatizan con el nuevo mecenas político –y que dicen que viven bien- como para los que no –que dicen que viven  bajo una tiranía.  La caída de un tirano como Kadafi, vista su muerte a través de las imágenes amarillistas de la prensa internacional,  muestra  que el mundo se sigue moviendo. Y no hay régimen que dure cien años, (aunque el de  Fidel Castro lleve más de cincuenta años en la escena tropical y, gracias a ser una isla y controlar medios de comunicación, movilidad personal, producción económica, junto a una notable represión familiar,  seguir con un alucinado e impopular ejercicio del poder).
Los países en la era de la globalización se ven afectados por los cambios que se van operando en torno a y dentro de ellos, por esa fuerza cultural, científica y económica que, como diría uno de sus profetas del siglo XIX, no deja nada intacto (Marx). Todo lo que toca a su paso, para bien o para mal, se transforma y nos lleva a  convivir bajo una sensación de interdependencia  mutua global. Interdependencia  desde los niveles más bajos de la cotidiana individualidad  hasta de la convivencia  compartida entre pueblos con diferencias culturales.  Sin embargo nos causa cierta perspicacia su dinámica. No sé qué efecto pueda tener para contrarrestar la constante  fatalidad de los gobiernos de hombres y no de leyes. Observamos que  a veces más que ser un obstáculo la globalización para  su sostenimiento, es una condición para perpetuar esa manifestación nefasta  para los hombres y pueblos evolucionados políticamente.  La globalización no tiene muy en cuenta la política, sólo se detiene ante el flujo económico de productos y capitales; observa la política mientras sea proclive para sus intereses. Por ello muchas veces las ganancias externas e internacionales son el instrumento de apuntalar los regímenes nacionales que aspiran a permanecer sin alternancia en el poder. Sin embargo, como bien ha dicho los ejemplos de la historia, pueblo en hambre no permanece tranquilo, y si a ello se le añade la supresión de las libertades, la reducción de la capacidad para generar riqueza, de un férreo control de movilidad social, y una permanente reducción de la calidad de vida,  lleva a que a los tiranos del momento se les mueva el piso, a pesar de la reducción ilusoria a una pobreza igualitaria para la mayoría que es lo que llaman por igualdad y libertad.  Sin embargo  nuestro horizonte persigue a los gobiernos que se levantan sobre dos botas con cachucha y no sobre el estandarte de unas leyes comunes, ejercidas equitativamente por el pode judicial.
Pensamos que los Kadafis  tiranos existentes de hoy, que han perdido el sentido de las exigencias  y de  la oportunidad de su momento, le quedan pocos días para seguir sometiendo a países que buscan respirar de una vez el aroma de la libertad y obtener un cambio significativo que mejore y dignifique su vida. Lo demás es  ideología política, es decir, religión institucionalizada por otros medios.


lunes, 17 de octubre de 2011



La vida como simulacro
David De los Reyes



Nuestro mundo desde finales del siglo pasado ha cambiado nuestra percepción. No es lo mismo percibir en la realidad una gallina picoteando el piso frente a nosotros que observar la misma acción sobre una pantalla. En ambas percibimos una gallina pero en una estamos en lo que hasta ahora hemos llamado realidad y en la otra, la gallina virtual o mediática, estamos ante un fantasma, o como ha dicho Baudrillard, ante un simulacro.
El simulacro ha llegado a ser lo significativo para nuestras vidas, reemplazando el contacto y la vivencia  perceptual con el orden externo a nosotros, el cual forma lo que hasta ahora fue llamado como naturaleza. Hoy el hombre es naturalmente virtual y virtualmente natural. Naturalmente virtual porque todos los ambientes en que  habitamos está afectados, construidos, constituidos y dirigidos en función del mundo representado por la virtualidad, vivimos bajo el signo de la virtualidad, o de sentir sólo nuestras vidas en la medida en que entramos en relación con la desintegración y reconstrucción de la realidad por medio de la digitalización de todos los órdenes de la vida.
Y a la vez nos encontramos sumergidos en la virtualidad como si fuera ya la condición natural por la que transita y se interrelaciona nuestra vida con los otros. La vida ya no sólo se determina por la ilusión de la conciencia, que potenciaba nuestra imaginación llegando a permanecer en una vida sumergida en el sueño o delirio que nos controlaba, sino por una conciencia habitada y nutrida, habituada y  limitada por la ilusión digital; hoy ya ni los sueños nos pertenecen sino que se lo hemos donado al reino no de la imagen (en tanto metáfora), como diría Lezama Lima, sino al reino del simulacro, de la pantalla.  Conciencias repetidoras de afanes de consumo, de afanes de poder, afanes de anclarse más en una imagen que en la experiencia del ser y en el experimentarse en tanto individuo.
Más que ser sujetos productores de discursos la humanidad está entrando a ser un sujeto  encapsulado en los discursos y sus variaciones: discursos lingüísticos, iconológicos, imagológicos, etc. El discurso nos entretiene y le da sentido a una vida que de lo contrario tendría que enfrentarse con el absurdo y nos llevaría a una asfixia generalizada. Pareciera que la luz de la humanidad comienza no con el alba del día sino con el pase de un interruptor, con la pulsación de una tecla, con el touch sensiblemente digital. Hombre digitales, ha dicho Negroponte a este ser digital por los cuatro costados del planeta.  Aristóteles decía que la condición para darse el encuentro con lo social estaba en la posesión del lenguaje. El lenguaje nos da la estructura de lo social  a partir de su vivencia y captación en nuestras mentes.  El lenguaje de lo virtual nos ha hecho colapsar y someter lo social dentro del reino desterritorializado  de las imágenes a velocidad luz. Nuestra estructura linguística ya no remonta a las palabras o a los conceptos sino a los conceptos traducidos en imágenes que destronan lo social puntual por la pecera global del mundo digital informatizado.
Se tratará de aprenhender a vivir la percepción de lo aparente en tanto condición ontológica imaginaria de vida. Si Nietzsche impulsaba el vitalismo  y el alegre saber (gay saber), contra la vorágine cristiana presentada en las filas de la humanidad occidental,  ahora más que nunca la humanidad occidental está asentada entre la ilusión colectiva perceptual del mundo  en  el cual encontramos siempre en todo discurso presente entre pantallas un resorte interesado  que pulsiona  un batido emocional universal. El urbi et orbi ahora está más presente que nunca. El rebaño ganó la partida y los amos siguen en el poder inútil.
Ya no podemos hablar de un trabajador poseedor de una fuerza de trabajo sino de una fuerza virtual de adaptación, junto a sus cambios y sus vaivenes, dispuestos a los pulsos cambiantes de las tecnologías y de las ganancias de las multinacionales  de la tecnología informática. Y quien no se monte en este tren digital no  llegará  muy lejos, esa es la condición del absurdo  reinando por doquier.
Sin embargo pareciera que nuestras vidas se debatieran en aceptar o no este telar digital en el que, como una invisible telaraña, estaríamos esperando a ser devorados por el monstruo inextricable con fuerzas invisibles.  Sus efectos lo han sufrido muchos, y no digamos en cómo pasa por la economía, donde las crisis (desde el año 2008), que han enfrentado los países desarrollados se deba quizás a esta fractura en la factura laboral del sector productivo real; fractura debido a esta digitalización rampante, en que los economistas (los nuevos  tiranos desde los centros financieros o de los tiranos montados en el poder político por vía democrática), juegan con las vidas humanas como si estuvieran ante un video juego global sin importar, ni responsabilizarse, por los efectos colaterales humanos. Es la nueva educación, que se centra más en la información y manipulación de aparatos (ergo imágenes=discursos), que en el encuentro con el contacto humano, con sus miserias y sus alegrías, sus desencantos y sus conflictos; donde se mide todo por el rasero de los cuadros computarizados; espacios virtuales donde las personas se han perdido como partículas cuánticas en un espacio para el observador.  Toda una efervescencia  virtual puramente especulativa. Del intercambio de mercancías entramos a la circulación del discurso como  única mercancía.  De un valor de cambio y uso a un valor centrifugo imagológico de velocidades de uso en las área de las comunicaciones y de la información.  Somos lo que consumimos, es decir, pura virtualidad centrífuga.  


martes, 11 de octubre de 2011

De la ignorancia de los políticos


David De los Reyes





En la historia de la filosofía el tema no es nuevo. Más bien es uno de los más recurrentes. La discusión que incita la política en todo momento  quiere decir  lo viva que ella  se encuentra y  lo apasionante que conforma  para la mayoría de las personas. Pero para que incite la política a la polémica sólo puede darse  dentro de un clima de discusión donde  se acepte la diferencia, la tolerancia  y  no la arbitrariedad del ejercicio del poder para imponer  tanto los temas a tratar como también  los patrones conceptuales escogidos de antemano  que darán la pauta de la discusión. Temas y patrones conceptuales nos dan -casi desde su propio a priori constituido- cuáles son los posibles desenlaces a que llegarán los interlocutores o las partes en cuestión.
Fue Sócrates el filósofo que se atrevió a decir abiertamente que no sabía nada, que a lo sumo sólo podía proferir preguntas sobre determinados juicios que se dan sin haberlos examinados más de cerca en el momento de propinarlos al público.   Y, sin embargo, el oráculo de Delfos lo había escogido para representar  al hombre más sabio de todos los atenienses. ¿Por qué? ¿Se había equivocado tal voz profética o era una fanfarronada de los dioses  poner tal afirmación en los labios del oráculo?
La actitud de Sócrates nos muestra  que estaba convencido y seguro de algo, de su ignorancia. A partir de ahí  comprendía al menos que poseía un  mínimo saber, que podía conocer cuáles eran sus estrictos límites,   y con ello poder ser algo más sabio respecto a los  hombres que  ni siquiera reconocen que saben muy poco o que  no saben nada y que pretender opinar de todo sin empezar por saber cuáles son sus propios límites y cómo se han constituido sus inamovibles verdades. Ante ese fijismo intelectual e  individual le queda el ir rápido a llenarlo posiblemente de soberbia y de autoritarismo.
Pero, por otra parte,  el filósofo de Atenas comprendía, de todas formas,  que  un político o un hombre de Estado debería ser sabio. Pero ¿a qué tipo de sabiduría se refería el ateniense Sócrates?, y ¿cómo emparentamos esta afirmación con todo lo dicho antes? Lo que nos muestra es que sólo  puede ser buen político y sabio en la medida en que éste posea una mayor conciencia  de su propia ignorancia a diferencia de los demás hombres. Esta escala le daría la oportunidad de estar más atento  ante el peso de la responsabilidad que ha  adquirido y por la que debe dar cuentas. Responsabilidad que deberá llevarlo a adquirir conocimiento de sus propias limitaciones y, por tanto, más que soberbia, de la sana modestia  requerida para el justo mandato.
Con esto comprendemos que  bien  puede estar vigilante la sociedad civil ante aquellos gobernantes que  creen saber mucho de todo y hacen poco con lo mucho que pretenden saber. Su peor  condición –que posiblemente lo lleve al desprestigio labrado por sí mismo más que por la opinión emitida de los demás-  está en no poseer esa modestia intelectual requerida   y restringirla a sus propios límites. Opinar de todo es opinar de nada y creer que sabemos todo es demostrar a los ojos de la sabiduría  nuestro sentido de inferioridad  aunque sea a través del gesto de la soberbia y del menosprecio. Sin modestia intelectual lo que queda es el alardear de sabiduría con un fraseología pomposa, esdrújula, retórica.
Quien quiere ser entendido sólo le queda un camino.  Hablar de manera sencilla y clara, donde el sentido de ser inteligible vendría a ser la condición primordial; y esto acompañado con la realización de lo propuesto y no sólo con su enunciación. Lo contrario   es la búsqueda de la descalificación por soberbia y por herida abierta mental. Cosa que nos muestra no la fortaleza del dialogante o del político sino su escuálida talla en tanto individuo consciente de las responsabilidades  que tiene que cumplir.
Como  bien se sabe, tales políticos, los que se autopostulan de sabios, terminan  por hacer frases grandilocuentes y  querer impresionar  con pocas ideas y con muchas palabras altisonantes sin ritmo y referencia real; producto, quizás, de la sed de delirios exigidos también por determinados ciudadanos que se arman con la ceguera del fanatismo  enquistado y acrítico. Esos políticos pecan de  la modestia intelectual, de poder comprender ciertas dudas ante las certezas abstractas, dadas sin realidad como una letanía sin término ni fin. Por supuesto que tales políticos no se han acercado a la dialéctica ciudadana socrática: el diálogo termina siendo sólo un monólogo cerril y, por tanto, se distancia la posible participación real del escuchar las voces de todos y no las serviles que se escuchan entre las paredes de palacio.
Para lograr una  transformación permanente sólo se puede  si asumimos el ejercicio de la duda ante las verdades establecidas como petroglifos, y no bajo las fuerzas eólicas de los nuevos tiempos.  La transformación (y no revolución!) permanente sólo pasa por la revisión y aceptación de nuestros límites, es decir, de saber lo amplio que puede ser la ignorancia  de la que no queremos dar cuenta por estar distantes y sentados sobre las  posaderas del poder.




martes, 4 de octubre de 2011

Sobre el Dolor

David De los Reyes


I
Marina (2001:27) refiere que  hay una serie de preguntas especiales que siempre se han hecho los hombres. Entre ellas nos encontramos con el interrogante sobre el origen de las cosas,  la muerte y, sobretodo, sobre el dolor.
Respecto a la existencia del dolor desde el balcón de lo sagrado, a partir de lo cual emergen las divinidades, se nos presenta siempre con un valor ambiguo: admirable y terrible. Por tanto siempre resulta concluir si ello es, en definitiva, buena o mala.
En todas las culturas encontramos con un tiempo mítico dorado, donde la imagen del Paraíso emerge como condición del establecimiento de esa realidad amenazada con desvanecerse; y en el cristianismo lo representa con la expulsión de nuestro ascendente Adán. Son los tiempos míticos en que las cosas fueron creadas  perfectas. El mal se inicia con la elección del pecado por los primeros hombres y de ahí el comienzo religioso del sufrimiento, del dolor y de la condición caída del resto de la humanidad. Sólo: Se vuela de las llagas el que nunca recibió una herida. Shakespeare, Romeo y Julieta,  II.2.

El hombre, especie compleja y con cualidad distintas al resto de los seres naturales, al manifestarse como poseedor de la razón, le otorga ello el poder prever su propio dolor (el cual muchas veces es precedido por un agudo dolor intelectual), como puede ser el caso de prever su propia muerte, aun cuando anhele seguir viviendo. Pero la razón también le otorga el poder de infringir  muchísimo más dolor del que sin ella podrían haberse causado  unos a otros y al resto de los seres vivos.  El archivo de la historia nos ilustra muy bien las acciones emprendidas respecto a esto, como lo conocemos por eventos tales como: guerras, crímenes, enfermedades y terror. Tal situación es alternada con ciertas dosis de felicidad, mientras espera el nuevo capítulo angustioso de la historia universal, local o individual, en que pueda perderla.



II
Del Dolor y el Cristianismo
El cristianismo  más bien crea el problema del dolor, en lugar de resolverlo, ya que   éste no sería problema alguno, a no ser que, junto con nuestra experiencia cotidiana de este mundo doloroso, recibiéramos la certeza de que la realidad esencial es justa y amorosa, (Lewis:25).
Sin embargo si tratamos de excluir  la posibilidad de sufrimiento que por el orden de la naturaleza y la existencia de ser una voluntad libre implica,  encontraremos que hemos negado a buena parte de la vida misma.
La concepción religiosa prescribe que el hombre, como especie, por la caída del Paraíso de la mitológica pareja Adán y Eva, se deterioró y que el bien, en su estado  presente del hombre actual, debe significar un bien principalmente correctivo o reparador, purificador.  Y el dolor juega un lugar para obtener esa corrección de traspasar a vivir en la ambigüedad entre el bien y el mal.
Lewis nos dice que la posibilidad del dolor es inherente a la existencia misma, en un mundo donde las almas (léase los individuos), pueden conocerse. Cuando las almas (individuos), se vuelven malvadas, sin duda utilizan esta posibilidad para herirse unas a otras, y esto, quizás, explique las cuatro quintas partes de los sufrimientos del hombre (1991:92). Este autor advierte que son los hombres, y no Dios, quienes han inventado los potros de tortura, látigos, prisiones, esclavitud, bayonetas y bombas de todo tipo; eso debido a la avaricia y a la estupidez humana, que es casi infinita, y no a la mezquindad de la naturaleza, que tenemos pobreza y fatiga. Sin embargo, hay sufrimiento que no puede ser atribuido a nosotros mismos.
La intensidad del dolor nos da o cierto  gusto o completo disgusto.  El dolor menor, a cierto nivel de intensidad, no se resiente y puede ser hasta aceptado por un tiempo; hasta puede llevarnos a suprimir la conciencia  de llamar a eso dolor como tal.  Pero el dolor puede distinguirse de dos maneras: a) como un tipo especial de sensación, probablemente trasmitido por las fibras nerviosas especializadas, e identificadas por el paciente como ese tipo de sensación, ya sea que este le agrade; b) cualquier experiencia, ya sea física o mental, que desagrada al paciente. Podemos notar que todo dolor en sentido A se vuelve  en el sentido B, si se sobrepasa cierto nivel de intensidad baja, pero los dolores en sentido B no son, necesariamente, los del tipo A. El B es sinónimo de angustia, sufrimiento, tribulación, adversidad o dificultad y de ello se deriva el problema como dolor.
El dolor es un mal desenmascarado, inconfundible; todo hombre sabe que algo anda mal en él cuando está sufriendo. No es sólo un mal inmediatamente reconocido, sino un mal imposible de ignorar. El dolor nos insiste que debe ser atendido el mal causado en nosotros. El dolor es un megáfono para despertar a un mundo sordo. 
Ahora, el dolor, como ampliación del sentido de lo divino,  se convierte en un instrumento terrible; puede conducir a la rebelión final contra lo sagrado sin ningún tipo de arrepentimiento, pero otorga, por otra parte, al hombre que actúa bajo la maldad, la posibilidad de enmendarse. El dolor nos descorre el velo de nuestra existencia, implantando la bandera de la verdad existencial en la muralla del hombre rebelde.
El dolor destroza una primera  ilusión, la de que todo está bien. La segunda, destroza la ilusión de que lo que tenemos, ya sea bueno o malo en sí mismo, es nuestro y suficiente para nosotros.

Hay una verdad que se torna evidente para la virtud aristotélica, esta es que cuanto más se vuelve el hombre virtuoso, más disfruta las acciones virtuosas. Para Aristóteles todo lo que es intrínsecamente correcto puede ser agradable; quedando la situación en que, cuanto mejor sea un hombre, más se agradará a él mismo
El dolor hiere, es lo que la palabra significa. Para el cristianismo, gracias al sufrimiento que experimentamos y vivimos, podemos llegar a ser mejores; ello no es increíble. Lo que no podemos mostrar si esto es o no preferible. Si no pasara esta negación emocional de nuestra vida presente, el dolor mismo no tuviera valor alguno. Para el cristianismo, gracias al dolor y al temor, el individuo regresa a su partida original, que es  el retorno a la obediencia y a la caridad, condición requerida en esta religión. La condición  de amar a los hombres, exigida por esta corriente religiosa institucional, no es en tanto que puedan ser naturalmente agradables,  sino porque son considerados hermanos al pretender que  la especie animal hombre, es creación de dios.
Por otra parte, se conoce casos de una gran belleza de ser en aquellos cristianos que  han sufrido intensamente. Hombres que se han vuelto mejores, y no peores, en el correr de los años,  luego de haber experimentado tal condición emocional de forma intensa; el dolor ha provisto a muchos de tesoros de fortaleza y mansedumbre pero también de resentimiento. Comprendiendo así que el mundo se torna, gracias al dolor, en un valle de formación de almas para el cristiano.
La experiencia del sufrimiento  no es asumida, entonces,  como algo bueno en sí. Lo bueno de dicha experiencia es que, por medio de ella, puede conseguir abandonarse a lo que piensan, que es la voluntad de dios, en los espectadores, la compasión y la misericordia a que los conduce (idem:114). La misericordia ayuda al bien de su prójimo, cumpliendo lo que ellos piensan que es la voluntad divina. Un hombre cruel lo que hará será oprimir a su prójimo, haciendo simplemente el mal. En esta concepción encontramos que su centro es dirigirse a obtener un efecto redentor por medio del sufrimiento, el cual consiste, en buena parte, a someter la voluntad rebelde ante lo absoluto, (ídem:116) .
Tomás de Aquino advirtió que el sufrimiento, tal como Aristóteles dijera de la vergüenza, que era no bueno en sí, sino algo que  podía poseer, en particulares circunstancias, una cierta bondad. Es decir, si el mal está presente, el dolor de reconocerlo, al ser un tipo de conocimiento, es relativamente bueno, ya que la alternativa es que el alma ignorase el mal, o ignorase que el mal es contrario a su naturaleza; cualquiera de ellos, dice el filósofo, es manifiestamente malo[1].Y me parece que, aunque nos haga temblar, estamos de acuerdo. El exigir que dios deba perdonar a tal individuo, mientras éste continúa siendo lo que es, se basa en una confusión entre disculpar y perdonar. “Disculpar un mal, es simplemente ignorarlo, tratarlo como si fuese bueno. Pero el perdón necesita ser aceptado y ofrecido, si es que ha de ser completo, y un hombre que no admite culpa, no puede aceptar perdón”, (Lewis, 1991:126). Esta es la visión cristiana del sufrimiento y del pecado. Ante todo habrá que admitir la culpa para alcanzar la superación del sufrimiento mediante el perdón de los pecados. Y recordar lo que nos dice Pablo, el cual es uno de los mejores eslóganes publicitarios de la religión cristiana que ofrece, como pompas de jabón, a sus seguidores: Yo estoy persuadido, dice Pablo, de que los sufrimientos de la vida presente no son de comparar con aquella gloria venidera que se ha de manifestar en nosotros, (ver: Romanos, 8:18).
Entre las condiciones que exige la visión cristiana del sufrimiento es su fuerte compatibilidad de  dejar el mundo mejor de lo que lo encontramos. Mandato que el mundo del cristiano pareciera negar  en todas sus obras ante ese mismo mundo.


[1]Summa Theologica, 1,IIae, Q.xxxix, Art.i.


Bibliografía:


Marinas, J. 2001: El dictamen de Dios. Anagrama, Barcelona.
Lewis, C. 1991: El problema del dolor. Editorial Universitaria, Santiago de Chile.